No hay duda de que las utopías son importantes. Y, además de importantes, necesarias. Sobre todo frente al desencanto, frente a la desesperanza, frente al conformismo. Pero, no hay duda, de igual manera, que esa desilusión, esa pérdida de optimismo frente a un mañana mejor, tiene su explicación en la no realización, en la no concreción práctica de ellas.
Cuando Abrahan Lincoln dijo que: “La democracia es el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo”; y, cuando el comandante Marcos, del Movimiento Zapatista, afirmó que: “la democracia es para todo el pueblo”, no estaban haciendo otra cosa que proponiéndonos su utopía democrática.
Y la democracia es una utopía no realizada porque su construcción ha estado centrada, de manera exclusiva, en promover políticas de progreso. Permanece atada, a través de un “cordón umbilical”, a la tradición y la herencia del pasado. Se ha sido miope a la hora de emprender grandes transformaciones respecto a la sociedad en que vivimos. Se ha sido temeroso a la hora de influir en la edificación de un mundo nuevo. Ello ha ocurrido porque no se ha tenido una visión dialéctica de la democracia.
Como bien lo dice Juan Luis Cebrián: “Algunos piensan que todo cambio en el devenir administrativo, toda exitosa innovación en el Gobierno de un país, constituye una transición entre dos etapas históricas. Lamentable yerro. Las transiciones políticas marcan, de manera difusa y acompasada, las fronteras entre dos períodos bien diferenciados, normalmente entre dos regímenes. Son momentos de tribulación, de arrancadas y frenazos,… Se ubican en el mundo incierto de la búsqueda de una identidad por parte de los pueblos. Un recambio en el poder, una crisis gubernamental, la formación de un nuevo gabinete, no constituyen una transición.”
Y es que, los demócratas fundamentalistas, no han logrado entender que la democracia “no es un recetario sino un proceso”. Un proceso que se reconstruye permanentemente. Por lo que, los pueblos deben vivir en un incesante e indetenible proceso de democratización; en un hacerse infinito, el cual está presente en todos los aspectos de la vida social; ya que, entendida la democracia como una forma de vida y, no solo como un sistema político, abarca igualmente todas las formas de relación social. Es por ello que, la democratización de una formación social es un proceso que no tiene final, que está asociado a la evolución de ella.
Y, el régimen democrático que hoy se tiene, heredero del pensamiento occidental, es una democracia disociada del progreso social. Razón por la cual, la existencia de la democracia está hoy amenazada porque vivimos momentos de regresión social. La resurrección del nazi-fascismo es la mejor constatación de esta afirmación.
Pero, estas amenazas no son extrañas al régimen democrático liberal. No. Nacen en sus propias entrañas. Amenazas convertidas en crisis de la democracia; crisis que como bien lo ha dicho Antonio Negri, “no es lo contrario de su desarrollo sino su forma misma”; y que, al decir de Edgar Morin, debemos ver la crisis como fractura de un continuum, una perturbación en un sistema hasta entonces aparentemente estable, sino también como crecimiento de los riesgos y por ende las incertidumbres…”.
¿Significa ello la muerte de la utopía democrática? Evidentemente NO. Ante una situación como esta, se impone rehacer los valores democráticos. Refundar la democracia, entenderla como proceso, rechazar todo reduccionismo, despojarla de todos aquellos “fantasmas” que la volvieron elitista, inequitativa y antidemocrática. Solo así podremos superar “el malestar por la democracia” existente hoy.