Para el colmo de los males, ahora resulta que las nuevas generaciones de la sociedad de la información y del conocimiento se están quedando sin palabras. La velocidad, lo efímero y rápido, la urgencia y la superficialidad, la banalidad y otros elementos de una “modernidad líquida” como diría Zygmunt Bauman, o del espectáculo a juicio de Mario Vargas Llosa, conducen a que más y más personas abandonen la riqueza del lenguaje, del escuchar, hablar, leer y escribir, y adopten la forma cada vez más extendida de, mediante un teléfono “inteligente”, comunicarse mediante frases muy cortas y palabras recortadas, con uso de imágenes elementales.
El pasado sábado 23 de abril el mundo celebró el Día del Libro y del Idioma, en tiempos en que la lectura declina y los libros van dando paso a otras formas de lectura que privilegian el mensaje rápido y superficial, audiovisual y efímero. Y se están prendiendo las alarmas por las graves consecuencias que esto tiene para todo.
Sin palabras no existiera el cerebro, se atreve uno a decir, por los avances que tienen los estudios del cerebro humano, ese misterioso y complejo órgano que se encarga del comando general de todo el cuerpo, no sólo de su funcionamiento sino de lo que siente y piensa. Es la estructura más compleja y enigmática del universo, pues contiene más neuronas que las estrellas existentes en la galaxia, unos ochenta mil millones, todas en dinámicas y sorprendentes conexiones llamadas sinapsis. Y es flexible, dinámico y evoluciona de conformidad con los estímulos que le envía su dueño, a través de sus cinco sentidos.
No es igual un cerebro ricamente estimulado que uno que recibe escasa información, que es la principal forma de activar ese órgano milagroso. Por eso se dice que lo que permitió el gran desarrollo cerebral del ser humano fue la palabra, pues como todos los animales el humano primitivo veía, escuchaba y sentía, pero al poder expresar esas experiencias con el lenguaje hablado, el cerebro experimentó unos cambios exponenciales que condujeron a ese ser inteligente que es la persona humana.
El escuchar adecuadamente no es fácil si uno no tiene tiempo. Tampoco hablar, ni leer y mucho menos escribir, que son las cuatro habilidades del lenguaje. Si no hay lugar y tiempo para lenguajear, que es como conceptualizó el sabio Humberto Maturana, al proceso de conversar con el otro en la convivencia, en el respeto, en el ponerse en su lugar, un proceso cotidiano de escuchar, hablar, leer y escribir, no nos hacemos humanos. Así de sencillo.
Sin palabras nos deshumanizamos. Sin saber escuchar dejamos de ser personas humanas. Si saber hablar dejamos de ser personas humanas. Sin saber leer dejamos de ser personas humanas. Si saber escribir dejamos de ser personas humanas. Eso debemos entenderlo.
Pero hay más. Si el escuchar se convierte en un acto de oír palabras tóxicas, soeces, dañinas, chismosas, falsas y que no agregan valor a lo positivo del ser humano, a sus virtudes, el proceso es perverso. Si lo que hablamos es igualmente tóxico, o lo que leemos y escribimos, entonces el lenguaje destruye, no agrega valor a lo humano. En cambio, si lo que escuchamos en grato, rico y placentero, así como lo que hablamos, leemos y escribimos, entonces nuestra condición humana crece en calidad y con ello la humanidad.
Las cuantiosas y complejas sinapsis del cerebro responden a los estímulos que les demos. Si les damos cosas buenas responderán a la bondad, si les damos malas responderán a la maldad. Todo eso se resume en la sentencia bíblica de Lucas 6:45 “…de la abundancia del corazón habla la boca”.
Por ello se prenden las alarmas en esta sociedad de la información y del conocimiento que parece alejarse de la sabiduría. Aparecen iniciativas para ir más y más al aprendizaje del escuchar, del hablar, del leer y el escribir. Vemos cómo en las escuelas de los lugares donde se concentra la producción de las nuevas tecnologías digitales, los hijos de los dueños de las grandes firmas se forman de la manera analógica tradicional. Las escuelas francesas regresan a los dictados donde se aprende a escuchar y a escribir, a las exposiciones en clase donde se aprende a hablar, a las tareas para aprender a escribir.
Bienvenidas estas iniciativas, pero la sociedad de la información parece ir cada vez más hacia un lenguaje basado en el uso de los emoticones, y con ello, repitiendo a Vargas Llosa, a una sociedad de macilentos.
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