Se llamaba Simón Narciso Rodríguez de quien hoy se conmemora su fallecimiento en 1854 en Perú.
Él no fue únicamente el gran formador del niño Simón ni su acompañante en aquella temprana experiencia europea y en el juramento de convertirse en Libertador, sino que fue una luminaria en sí mismo, un faro que aún hoy orienta a quienes navegan en las aguas de la enseñanza y el intercambio de saberes, describe Clodovaldo Hernández en su hermoso texto, “Las enseñanzas pendientes de Simón Rodríguez”.
La yunta de los dos Simones
En este día de conmemoración del fallecimiento de Simón Rodríguez, recordaremos aquella yunta con Simón Bolívar y de que según sus biógrafos, incoaría por el año de 1795 cuando Rodríguez se responsabiliza por la tutoría de un díscolo muchacho, hijo de una familia bien habida y dueña de esclavos y haciendas, una familia de abolengo, la familia Bolívar-Palacios. Era el más pequeño de los Bolívar. Con frecuencia se escapaba de su casa. Era un dolor de cabeza para la familia. Se llamaba Simón.
La amistad de los Simones echó cimientos, a orillas del río que atravesaba el valle, cuyas aguas lentas y parsimoniosas apresuraban el paso hasta llegar a los Valles del Tuy, donde la familia Bolívar poseía también propiedades materiales y esclavos, a orillas de ese río, los Simones se internaban el uno en el otro, en cómplice comunión de ideales. En procura cada uno del otro. En entrega, cada cual, al otro.
Con Bolívar, el maestro Simón vivenció lecturas que habían calado ya intelectualmente en él. En Bolívar, Rodríguez vertió todo cuanto pudo de saber. En Rodríguez, Bolívar vertió todo cuanto pudo de afecto.
Separación, reencuentro y juramento
Comprometido en una intentona republicana contra el régimen español Simón Rodríguez, huye del país. Acá no deja hijos. Deja su esposa, deja todo. Nunca más regresaría. Sus compromisos con la causa revolucionaria se consolidan, se solidifican al llegar a los Estados Unidos. En la naciente Unión Norteamericana, en Baltimore, aprende un oficio que será de gran ayuda en el proceso de divulgar su pensamiento: la tipografía.
Luego emprende camino a Europa. En Francia, se vincula a proyectos políticos de raíces marcadamente pedagógicas. Porque para Simón Rodríguez, su gestión política, apasionada, intensa, habría sido una práctica de naturaleza estrictamente pedagógica.
Entre tanto, su alumno, Simón Bolívar, comienza una nueva vida, se casa, pero muy pronto enviudó, eso hace que se traslade a Europa donde se encuentra con su maestro. La vida frívola, vacía, mundana de Bolívar, según, no gustó para nada a Rodríguez, quien se lo manifiesta de manera franca y abierta. Un día de 1805, emprenden un recorrido a pie por Europa. En el Monte Sacro, en las colinas que bordean a Roma, Bolívar hace el juramento ese que desde niño aprendemos de memoria en la escuela y Rodríguez lo escucha. Él sabe que el juramento será cumplido.
Los Simones se separan de nuevo, cada cual toma su sendero. Ambos saben el rumbo: es el mismo.
Comuniones para la transformación
En 1823, diecisiete años después, se reencuentran por última vez. El encuentro entre los dos Simones se produce cuando la guerra casi tocaba a su fin. Se iniciaba la era de la reconstrucción. Era el turno de Simón Rodríguez, también llamado Carreño y a quien en Estados Unidos y Europa se conoció siempre como Samuel Robinson.
Era, para Rodríguez -y en teoría-, el momento de la paz. No fue así.
Si las batallas libradas por Bolívar fueron auténticas hazañas bélicas, los encuentros y lances de Rodríguez con la incomprensión, la intolerancia y el conservatismo, adquieren una dimensión épica que el aparente fracaso de la obra emprendida cubrió de nieblas, la magnitud de los esfuerzos invertidos en los ensayos de Rodríguez resulta inmensurable.
Hoy, cuando revisamos sus textos y lecciones para reencontrarnos con él, debemos decir que, el pensamiento educativo que Rodríguez siempre llevó a cuestas por toda América y a la cual consideró su única patria, se juntan cada vez más en un mar de comuniones para la transformación.
Decía Uslar Pietri que, las tesis de Simón Rodríguez no fueron improvisadas. Tampoco impuestas. Surgen de contextos políticos y sociales concretos, plurales. Pero poseen dimensión continental. Se sitúan en un tiempo, pero tienen una validez, una actualidad que Simón Rodríguez no es posible pensar sino en términos de dos alternativas razonablemente complementarias: o la sociedad no ha variado en lo esencial o sus planteamientos poseían una racionalidad profética.
Lo cierto, es que Bolívar murió sin ver cumplidos sus sueños. Rodríguez, a su manera, en su terreno, quiso continuarlos, desarrollarlos. Escribió, experimentó, buscó con audacia nuevas formas de enseñar y aprender, vinculó producción y aprendizaje, indagó acerca de los mecanismos que operan en la conjugación escuela y trabajo, relacionó teoría y práctica. Fue incansable. La cruzada de Rodríguez a lo largo de toda la cordillera andina, desde Colombia hasta Chile, no encontró eco en su tiempo. Murió, como Bolívar, solo y pobre. Sin más pertenencias que su obra, que legó a la posteridad. Una obra que según muchos historiadores nos llegó inconclusa, pero suficiente en su trascendencia para demandar continuidad…
Simón Rodríguez está…
– En los sindicatos diciendo: “La división del trabajo, en la confección de las obras, embrutece a los obreros”.
– En las escuelas recordando que: “Maestro es el que enseña a aprender y ayuda a comprender”
-También está en los campos: “Deben tender a enriquecer a la población, no a empobrecerla”.
-Simón Rodríguez comparte las luchas, importancia de las organizaciones comunitarias, vecinales y cooperativistas. Y advierte: «La mayor fatalidad del hombre en el estado social es no tener con sus semejantes un común sentir de lo que conviene a todos. No den por imposible lo que no hayan puesto a prueba».
Consultas y referencias: Arturo Uslar Pietri, El Pizarrón Diario El Nacional. Enciclopedia, Personajes Históricos. Clodovaldo Hernández, “Las enseñanzas pendientes de Simón Rodríguez”. Lucio Segovia, “El Maestro de América”, artículo de prensa.