“Siento que en las aulas reconstruyo un poco de mi paraíso perdido” | Por: Luis Rivero

Paula Rivero

Por Luis Rivero

 

Paula Rivero nació el 15 de enero de 1959. Nació el día en que los venezolanos celebramos a los maestros. Ese hecho no tuvo mucha relación para ella, hasta que un día, pasando por una escuela del campo, se detuvo a analizar esa nostalgia que sentía cuando veía una escuela rural. En ese momento entendió que quería ser docente, y enseñar como a ella le enseñaron, el encanto de las letras y sus colores. Esta historia relata como Paula Rivero reconstruye el camino a su paraíso perdido de la infancia, mientras descubre cómo ligar sus dos grande vocaciones: el periodismo y la docencia.

 

 

Desde la ventana

Aquella mañana de mayo del 2009, mientras se acercaba al aula donde daría su primera clase de Comunicación Social, la profesora Paula Rivero pensaba en cómo afrontar los nervios que sentía al estar frente a sus primeros alumnos de periodismo en el Núcleo Universitario “Rafael Rangel” (NURR), de la Universidad de los Andes, en Trujillo.

Caminó sintiendo que con cada paso la pared del fondo se alejaba un poco más; se alejaba tan rápido como se adentraba el eco de los pájaros que cantan a esa hora en los bosques del NURR.

En su mano izquierda llevaba una carpeta de plástico con el plan de evaluación para sus estudiantes, recortes, lápices y marcadores, y fuera de la carpeta, periódicos.  La carpeta le bailaba en la palma mojada, y sus dedos húmedos habían desteñido una que otra letra del periódico.

Cuando llegó al aula que le correspondía esa mañana, se acercó al vidrio, que, a la altura de su cabeza, estaba incrustado en una de las puertas. El vidrio era del tamaño de una hoja carta, y le permitió ver desde afuera a los 37 jóvenes que le aguardaban.

Estaban riéndose; compartiendo chistes y anécdotas. Eso le dio más nervios. Para ella era su primer día, pero ellos estaban cursando ya su tercer año.

Inhaló profundo, cerró los ojos, tomó la perilla de la puerta y la apretó fuerte, quería que ese frío metálico se le metiera en todo el cuerpo y disipara el calor de los nervios.

Luego de unos segundos abrió los ojos y exhaló profundo. Vino a su memoria el pasto que veía, en su niñez, por la ventana de la cocina de su casa; allá en Los Cerrillos, un caserío del Municipio Mendoza (hoy parroquia), del Distrito Valera (hoy municipio), en el estado Trujillo; donde creció y vivió, hasta los 6 años, en cuerpo presente, y hasta hoy, en el deseo y sus estelas.

 

“Suenan las medallas”

Aquella imagen la transportó al recorrido que hacía siempre para ir a su primera escuela; allá en el campo.

Se vio caminando, a la salida del sol, por un sendero de tierra abierto entre árboles y cañaverales. Se imaginó deteniéndose, como lo hacía de niña, para coger las flores, restregarlas con los dedos, ver el color que le quedaba marcado en la palma y unirlo con otros colores de otras flores; también en sus palmas.

Se imaginó silbándole a los pájaros y traduciendo sus respuestas. Y se imaginó el humo de los fogones y las formas que hacen antes de perderse en el cielo.

Desde los cuatro años hasta los seis, la pequeña Paula hacía este trayecto cada vez que iba a la escuela. Era parte de su paraíso, y lo disfrutaba tanto que casi siempre llegaba a clases a media mañana, en la hora del recreo.

Allí, con cuatro años, comenzó a aprender de un mundo encantado de letras, canciones, dibujos y mapas… Venezuela, la patria, en esos años era para ella un dibujo que colgaba de una de las paredes. Así comenzó su amor por Venezuela, gracias a sus primeras maestras, que se la mostraron.

Para Ada Masarri, una de las dos maestras que le enseñó a leer y a escribir sin que ella se diera cuenta, Paula escribió, en 1980, uno de sus primeros relatos: “Suenan las medallas”, publicado en 1984 por la Universidad del Zulia, en un libro con el mismo título.

Algunos fragmentos de este relato dicen así:

“Las medallas de la pulsera de mi maestra son amarillas y chocan unas con otras cuando ella me dibuja las aes en el cuaderno (…)

La maestra tiene las uñas cortas. Por eso será que no le gusta que nos dejemos crecer las nuestras. Mientras ella escribe yo aprovecho para comerme las mías. Cuando estoy distraída con las manos en la boca mirando las medallas (…)

Camino hacía mi casa, voy pensando en lo fácil de la tarea. Cada “a” es una medalla, y si hago muchas puedo tener en mi cuaderno la pulsera de mi maestra.”

Cuando Paula tenía seis años, sus hermanas mayores la sacaron de su paraíso, para llevarla a Valera – la ciudad más grande del estado Trujillo-. Allí -según ellas- tendría más oportunidades en el plano educativo.

En ese momento el paraíso de la infancia concluyó, y con él, las aes amarillas en la pulsera de su maestra.

En el mundo al que la llevaron todo era diferente. Las plantas, los animales, la inocencia, el verdor, eran tesoros casi perdidos. Ella los extrañaba.

Sin embargo, fue en este nuevo mundo donde encontró a los presentadores de televisión, con sus noticias y opiniones. Por ellos, cuando tenía trece años, decidió que sería periodista.

Pero desde ese momento, hasta esa mañana de mayo frente a esa aula en el NURR, pasaron muchos años

 

“Por el hueco de la cocina”

Para 1979, cuando Paula tenía edad para estudiar en la universidad, en Trujillo aún no se ofertaba la carrera de Comunicación Social, y la opción más cercana y factible para ella era la Universidad del Zulia (LUZ). Allí recibió una beca, y de esa casa de estudios saldría en 1984 como Licenciada en Comunicación Social.

Al principio de sus cinco años de carrera Paula se percató que su nivel académico era inferior al de sus compañeros, quienes en la mayoría de los casos venían de estratos muchos más altos que el de ella. Eso la motivó a estudiar más, a no detenerse en su realidad como migrante, ni en las desventajas de su pobreza. Vio en la adversidad una montaña alta que al escalar le daría una vista más grande de su campo y su patria, que ahora era más que un cuadro en la pared de una escuela.

En esos días extrañó mucho su casa, también era parte de su paraíso de la infancia, y para ella también escribiría:

“(…) Tú lo sabes. Que en cada partida renace la pena. Sabes que ahora no puedo quedarme, que tengo otros mundos, que me salí por el hueco de la cocina.

Entiendes que el tiempo de estar pegada a tus flores y a tus animales ya pasó (…) Necesito que lo sepas para que se lo digas a las palomas, y al recuerdo de los primeros, pero sobre todo a mamá, que está tan sola.

Necesito que lo sepas para irme tranquila”.

En 1984, luego de graduarse, fue invitada a dar clases Adhonoren en esa misma universidad, y aceptó. Con el tiempo llegaría a ser contratada como profesora.

En las aulas encontraba una magia que desde los seis años no sentía. Le gustaba mucho, pero se dio cuenta que para ser mejor docente necesitaba más experiencia periodística, y más herramientas pedagógicas.

Así que dejó la universidad y comenzó a trabajar como periodista y luego editora. También estudió un postgrado en Comunicación Cultural de la Universidad Central de Venezuela (UCV), y un Componente Docente en la Universidad Experimental Libertador (UPEL).

Para el año 2000, Paula sintió que ya estaba más preparada para volver a las aulas universitarias como docente. Sin embargo, nueve años después, cuando ese deseo estaba por cumplirse, sus nervios, mezclados con emoción, la detenían frente a esa puerta de madera.

 

“No soy una profesora, soy una actriz”

No era la única vez que había sentido aquello, y esa vez lo resolvería de la misma manera que resolvió muchas de las situaciones que se le presentaron en la vida: con la imaginación.

Paula tomó valor. Ajustó sus lentes, deslizó, hasta detrás de la oreja una dorada hebra de cabello que cruzaba su frente, olió en su mente las rosas que se cruzaba de camino a su escuela en el campo, pensó que el sudor de su mano era solo color de cayenas silvestres, y comenzó a rodar con su imaginación una escena: ella no era una maestra, sino una actriz y aquellos jóvenes no eran sus alumnos, sino su público estudiantil.

Entró al salón con soltura, se presentó y dejó que sus alumnos se presentaran. Abordó con gracia aquella clase y se ganó de inmediato muchas risas y comentarios entusiastas. Ese día, en esa clase, confluyeron las dos Paulas: la de 6 años y la de 50; ambas unidas por las aes de las medallas amarillas de la maestra.

Pero muchas de las simpatías que Paula despertó ese día, comenzaron a desaparecer unas semanas después, cuando parte de los jóvenes de esa clase recibieron evaluaciones con cero cinco y cero ocho…

Para ella nunca fue una opción saltar sobre los errores de redacción y el desconocimiento de las técnicas informativas.  Veía a cada alumno como un futuro periodista, y pensaba en el daño que un comunicador puede hacer a la sociedad cuando no domina el idioma y las técnicas de la profesión.

Durante más de catorce años Paula Rivero ha enseñado a decenas de jóvenes que pasan por la carrera de comunicación social del NURR, en Trujillo.

En el transcurso de esos años ha visto muchos profesores y alumnos retirarse de la universidad; los ha visto desde la ventana, que de vez en cuando se empaña por sus suspiros. También ha leído y escuchado muchas veces que quienes se forman en Venezuela, desean concluir sus estudios para irse. Eso es lo que más le ha dolido, dentro de las muchas cosas que duelen en un país lleno de crisis y necesidades.

Pero Paula Rivero aún continúa enseñando periodismo en el NURR.

Ella sigue porque está convencida de que la información es un elemento clave para la construcción y el fortalecimiento de la democracia. Sigue porque ama la patria desde que la conoció en un mapa, en la pared de su escuela en “Los Cerrillos”.

Sigue porque allí, en el aula, recupera un poco del aula de su paraíso de la infancia y hace que confluyan y se abracen dos de sus principales vocaciones: el periodismo y la docencia.

Allí, en las aulas, Paula Rivero reconstruye una parte de su paraíso perdido.

Creo que eso queremos todos: reconstruir una parte del paraíso que un día tuvimos. Ella aún lo hace, por eso sigue siendo maestra.

 

 

 

 

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