Flor Quintero es una abuela de 86 años, casi 87, que se mantiene en pie vendiendo café. Aquel rinconcito donde pega la sombra en la urbe que llaman de las siete colinas conoce su historia desde antes que construyeran el supermercado que luego levantaron al lado de sus tacitas y termos.
«En otros tiempos llegué a vender hasta arepas, pero ya eso no se puede, ahora solo me alcanza para vender café y, si eso me da para comprar un arroz, con eso salvamos el día mis bisnietos y yo», dice sin ningún temor, pues considera que el trabajo enaltece aún en el ocaso de su vida.
Las cuatro de la mañana es la hora en que el olor del tintico comienza perfumar su casita al final de la calle 12, y así sea que el agua tenga que hervir a punta de leña por la falta de gas doméstico, a excepción de los domingos, no hay día que desde las seis de la mañana, los que la conocen, lleguen a buscar el cafecito de Doña Flor.
«Yo cuido a tres bisnietos, de 5, 8 y 9 años, hace como dos años mi nieta les dijo quédense aquí, ya vengo, voy a comprar un pan y debe ser que todavía lo está comprando porque no regresó», contó, para luego rematar que no se queja porque siente que en medio de todo Dios no la ha abandonado.
Al ser consultada sobre sus hijos, cuenta que son maestros, «para qué los voy a molestar con lo que no tienen si yo bien que puedo ganarme la vida y estoy segura que el de arriba me va a dar fuerzas para seguir trabajando».
«Dios me la bendiga» dijo al final y yo sentí que a pesar de haber pagado el café estaba en deuda ante esa bendición y el ejemplo de fuerza y resistencia que estaba dando.
Yoerli Viloria
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