La primera mirada es del periodista y coronel norteamericano William Duane, a quien, junto a otros personajes extranjeros, le fue reconocido por el Congreso de Colombia en 1821 su apoyo a la causa independentista y este, decidió realizar un viaje a la Nueva Granada en 1822, teniendo la oportunidad de pasar en su itinerario por tierras trujillanas. De dicho viaje, publicó una obra en dos tomos en 1826: “Viaje a la Gran Colombia en los años 1822-1823”, editada por el Instituto Nacional de Hipódromos, Caracas 1968.
Del tomo I, copio textualmente a continuación un extracto que refiere sin mencionar al caserío de aquel entonces, hoy denominado “La Plazuela”; en la descripción de su travesía hacia la ciudad de Trujillo señala:
“… Salimos de Santa Ana el 18 de diciembre, y pasamos frente a la roca que se ha hecho célebre por haber ocurrido allí el primer encuentro entre Bolívar y Morillo. Lo único notable que pudimos observar en ella fueron los puestos de guardia que habían ocupado las avanzadas. La marcha de aquel día resultó muy fatigosa e ingrata, pues tuvimos que atravesar tanto en sentido ascendente como descendente enormes y escarpados precipicios”.
“… Nos encontrábamos a una distancia aproximada de cuatro millas de Trujillo, al iniciar el descenso de la montaña, por cuya falda se va a desovillando el camino. A nuestra izquierda se veía un valle refrescado por una amplia quebrada que relucía como un trémulo hilo de plata y que parecía hallarse casi a tiro de piedra. Al asomarnos al borde del barranco nos sentimos sobrecogidos ante aquel sendero escarpado dificultoso y en zigzag, que nos faltaba aún por bajar y que serpenteando por entre pendientes de rocas saledizas y derrumbadas, dejaba ver los estratos de una arcilla rojiza, macerada por los cascos de las bestias y por la lluvia del día anterior”.
“Al fin llegamos a lo más profundo del valle, después de hacer un descenso que se hizo aún más peligroso a causa de haberse roto algunas gruperas de las sillas y hebillas de las cinchas. Estábamos tan molidos, que al ver unas cuantas chozas diseminadas al margen del barranco entre algodoneros, naranjos y vacas que pastaban en las riberas del arroyo (y como sabíamos además que aún faltaban más de tres millas de marcha hasta Trujillo para lo cual teníamos que desviarnos del camino principal), resolví descansar una o dos horas en aquel paraje. En consecuencia, crucé hacia la derecha en vez de seguir la ruta de la izquierda que va remontando por la orilla uno de los numerosos ríos que aquí afluyen y se congregan, provenientes de centenares de valles y torrenteras”.
«Varias mujeres estaban ocupadas en sacar el algodón de la cápsula y en quitar a las semillas su vellón brillante y terso; otras hacían girar la ruleta con aquella gracia y destreza que el poeta describe como uno de los más hermosos atributos de Penélope. Nuestra aparición debió parecerles muy grata, pues al instante quedaron suspendidas las diversas labores, y todas se pusieron de pie, con los ojos dilatados por la curiosidad y los labios agraciados por sonrisas de satisfacción. Una rolliza fémina, sin afectación ni atropellamiento, se adelantó a las demás, ofreciéndose para ayudar a Isabel a que se desmontara, y otra de ellas me presentó cortésmente igual servicio, sustituyendo así al sargento. Aquel recinto, que como el taller del remendón servía de “salón cocina y otras dependencias”, era de escasa amplitud y el suelo desigual y de tierra; sin embargo estaba cuidadosamente barrido y las paredes lucían tan blancas como si hubiesen sido desprendidas de las vertientes calizas de las montañas de Barquisimeto. En este espacio no cabía sino una sola hamaca tendida de uno a otro extremo. Una hora de descanso, y unos sorbos de buen chocolate y de leche fresca ordeñada de las vacas que pastaban en las cercanías restablecieron a tal punto mi economía vital que decidí pasar otra hora al aire libre; y haciendo uso de una familiaridad que se sentía estimulada por el carácter alegre y la afabilidad de aquellas mujeres, gasté algunas bromas a jóvenes y viejas, y procuré averiguar las inclinaciones de su simpatía política. La verdad es que tanto aquí como en otros lugares visitados por mí con una sola excepción el nombre de Bolívar sólo era comparable con el de la Madre de Dios, y en cuanto a los “godos” se les consideraba como congéneres del diablo y su acólitos”.
“ A las 2:30 nos despedimos con efusiva cortesía de aquellas gentes ingenuas y joviales; y apartándonos del camino real, que seguía en dirección oeste, avanzamos por la orilla de la rápida corriente del Matatán, el cual fuimos remontando desde el sur entre plantaciones de cacao, cañaverales y una vegetación exuberante. El suelo en las márgenes del río estaba formado por montones irregulares de piedras de desigual tamaño, cuyos cortantes ángulos casi no habían experimentado aún ningún desgaste. En el lecho del río se veían pedruscos de menor dimensión, pero al parecer de formación análoga y reciente. A las cuatro de la tarde era ya evidente el adelanto que habíamos logrado en relación con el sitio donde hicimos el alto anteriormente… llegamos al fin a un paraje donde se alzaban varias cabañas, pero la ciudad no aparecía aún ante nuestra vista, pues solo nos encontrábamos en sus inmediaciones, a cierta distancia de la parte inferior del declive en que se hallaba enclavada. Después de dar un rodeo en torno a un montículo y un barranco, alcanzamos una breve cuesta cuyo suelo estaba recubierto de toscas piedras achatadas; y conducidos por el sargento, quien daba la impresión de estar escalando una muralla, pronto estuvimos en la cima de donde partía la empedrada calle real de la famosa, aunque también muy desfigurada en las descripciones que se han hecho de ella, la ciudad de Trujillo”.
La segunda mirada sobre los predios donde hoy se encuentra ubicado el pueblo de La Plazuela está escrita en la obra “En los Trópicos”, del científico alemán Karl Ferdinand Appun, publicada en Alemania en 1871, traducida en 1954 por Federica de Ritter para la Universidad Central de Venezuela y publicada por ediciones de la biblioteca de la misma universidad en 1961.
El científico alemán Karl Appun llegó a Venezuela en 1849 para estudiar la flora y la fauna, venía con una carta de recomendación de Alejandro de Humboldt. En Venezuela, Appun permaneció diez años. En 1858 encontrándose en Maracaibo, decidió visitar la ciudad de Merida, para lo cual se embarcó hacia el puerto La Ceiba. Fueron tantos los contratiempos de la travesía hecha a lomo de mulas, que ya encontrándose en Escuque, la opción de arrieros que se le presentó fue partir con destino a Trujillo. De esa travesía copio el extracto relativo a su paso por tierras, que sin nombrarlas específicamente, sabemos corresponden a la ubicación geográfica de la Peña de Tucutucu y La Plazuela:
“…La región entonces se hizo muy romántica. De golpe, las altas montañas que habían permanecido en la lejanía se acercaron desde ambos lados, creando una enorme cañada, por la cual el río corría bramando. Un puente de piedra, construido por los españoles, nos condujo a la orilla izquierda del río; el camino se extendió por mucho tiempo a lo largo de una gigantesca muralla de rocas. El barranco gigantesco nos ofrecía una impresión pintoresca tras otra; el río corría volando entre rocas monumentales, ambos lados las murallas rocosas gris-rojizas se amontonaban hasta una altura asombrosa. Sólo paulatinamente los despeñaderos se retiraban abriendo a la vista a las montañas cercanas. Como nidos, las chozas airosas de los conuqueros se pegaban en vertiginosa altura a los empinados declives de roca y se asomaban a ellas las plantaciones de apio, trigo y arvejas, cuyo verde bonito se destacaba claramente de las murallas negras colindantes. Me sentí como llevado a Suiza, donde se ve un paisaje semejante, aun cuando los ranchos son muy distintos de las cabañas alpinas suizas, y a causa del cuido y cultivo esmerado que vi, apenas podía creer que me encontraba en Venezuela; en todo caso los habitantes de las provincias de Mérida, Trujillo y Barinas en cuanto a laboriosidad era una excepción honrosa entre sus otros paisanos. Las montañas cercanas tenían más o menos una altura de 4.000 a 5.000 pies y sólo hacia las cumbres había tierra cultivable, mientras que las partes inferiores consistían generalmente en paredes escarpadas de granito. Varias veces tuvimos que cruzar el río debido a la naturaleza rocosa de su cauce; no fue en absoluto tarea fácil para las mulas, ya que resbalaban sobre los bloques lisos pero inopinadamente todo salió bien. Con los varios cruces por el río, vino la noche y la oscuridad de tal modo que sólo vi las altas montañas lóbregas que oscuras se destacaban por sus contornos enriscados ante el cielo un poco más claro. Mi mula siguió a la del arriero de mis caballos guajiros que constantemente mantuvimos delante ni vi ni oí nada más. De tal manera seguimos cabalgando por varias horas atravesando ya el río ya poblaciones que no pude reconocer sino por las luces que brillaban por entre las hendeduras de las paredes hasta que, por fin el arriero exclamó: “gracias a Dios la otra banda”. El último pueblo poco antes de Trujillo que ya pertenece a la ciudad propiamente dicha, sólo que está en la otra orilla del río llevaba el nombre de “la otra banda”. Una vez más cruzamos el río al lado de las casas percibí un alta palmera de vino que por sus oscuras hojas que aspiraban llegar al cielo se distinguía extrañamente del cielo nocturno gris, y luego topamos en la orilla izquierda del río con un puente de piedra, que cruzaba un riachuelo y que era la entrada a la ciudad de Trujillo…”.
Finalmente una referencia a La Plazuela contenida en el libro “Memorias de un viajero” del agente viajero y comerciante zuliano Ángel Pinedo Nava; gráficas Armitano, Caracas 1976; quien durante 1904, 1905 y 1906 desempeñaba sus actividades en los estados Trujillo, Mérida y Táchira. Refiere el autor que: “… A principios de este siglo, cuando no existían carreteras en los Andes ni se habían empezado a usar automóviles y camiones en nuestro país, todo el tráfico de viajeros y carga se hacía en bestias. Los estados Trujillo, Mérida y Táchira toda la movilización de mercancías, sal y productos de la industria agrícola como café, arvejas, panelas, harina de trigo, aguardiente, etc., se hacía a lomo de mulas, caballos y burros. Existían varios empresarios dueños de arreos de mulas, que explotaban el negocio de transporte. En La Plazuela estado Trujillo, tenía su centro de operaciones el señor don Rafael Rueda, quien operaba con más de 300 mulas y el suyo era considerado como el mayor tren de mulas de los Andes”.
Estos numerosos arreos de mulas se encargaban de llevar las mercancías de Mérida y Trujillo hasta el puerto La Ceiba y han debido tener crecimiento vertiginoso con el advenimiento del funcionamiento del gran ferrocarril de La Ceiba, cuyo tramo hasta Motatán quedó concluido el 3 de agosto de 1895, lo cual incrementó considerablemente el comercio y por ende, el transporte de mercancías a lomo de mulas, especialmente desde los pueblos trujillanos y sus aledaños. Resulta obvio inferir que ante estas circunstancias en La Plazuela, por ser una encrucijada geográficamente bien ubicada, la población allí asentada mejoró sus viviendas y espacios físicos para adaptarlos a una nueva realidad, que en tiempos de la independencia y antes del ferrocarril no existía.