Parte de la conciencia histórica de los pueblos habita en los camposantos y, según el ordenamiento de los mismos, podemos recoger gustosamente la magia cautivadora esparcida en esos silenciosos lugares sellados con la redentora figura de Jesucristo.
Al hilo de la belleza de los jardines, las miradas se pierden buscando lápidas y mausoleos que permitan identificar leyendas unidas a personajes y familias lugareñas. Como, por otra parte, reina el oficio artístico conveniente para la interpretación ciudadana sin dejar de lado la variedad de apellidos que determinan la organización social del pueblo y el destacado día de los muertos. En redondo, los cementerios albergan un denso significado cultural comprendido y analizado con enorme provecho por los europeos desde el punto de vista microhistórico, o por mejor decir, como ícono lugareño de encantamiento. Por tanto, me entristeció hasta las cachas encontrarme recientemente con un cementerio municipal mutilado y sin carácter social como consecuencia de la negligencia e ignorancia de regencias pasadas. Digo pasadas, puesto que la actual está convocando a los deudos con el fin de armar un registro y verificar los restos de sus difuntos en unas tumbas sin nombre que, además de hacerme recordar el título de una de las obras de Juan Carlos Onetti, muestran a las claras la absurdidad en materia de ciudadanía.
¡Dolor!
Caminé bajo un sol intenso por encima de sepulturas encementadas a capricho y amontonadas sin el mínimo sentido estético. Para lo mejor o para lo peor, un trabajador del “camposanto” me informó que tiempo atrás muchos difuntos fueron sacados de sus tumbas, así como también fueron saqueados panteones, altares… por los archiconocidos dueños de lo ajeno.
La conversación me desanimó, más cuando mis difuntos hasta este momento que escribo no aparecen y los habitantes de Valera no manifiestan preocupación por lo sucedido. Cabe preguntarse, entonces, por la crónica social y su papel en la valorización de los símbolos culturales de la “urbe”, por cuanto el cementerio municipal figura en la microhistoria como bandera del silencio, apuñalada por la inconciencia cívica. Sin embargo, y como consuelo instantáneo, recuerdo haber insistido años antes con Ramón Rivas Aguilar y Jaime Castaño en la construcción de la pequeña historia de ese “camposanto” y su buen mantenimiento en el tiempo. Disertamos, escribimos, y no se nos prestó atención. Hoy, el asunto se vuelve sugerente para cronistas e indispensable para el gobierno municipal.