Sabía que había llegado la hora definitiva. Decidió subir a Jerusalén aunque estaba seguro que posiblemente sería un viaje sin retorno. Aceptó entrar en la ciudad montado en un humilde burrito, como los campesinos y no como los reyes y emperadores que entraban por arcos de triunfo a las ciudades conquistadas montados en briosos caballos y seguidos de un gran séquito de guerreros y esclavos. El grupito de sus seguidores y algunos otros peregrinos que reconocieron en Jesús al Sanador de enfermos y al Maestro de la Misericordia, contagiados por la alegría de entrar en la Ciudad Santa, empezaron a aclamarle y, como muestra de su admiración, alfombraron el camino con sus mantos y con ramas y flores que cortaban del monte que crecía en las orillas. Algo muy sencillo, nada grandioso, radicalmente opuesto a las entradas triunfales de los conquistadores.
Jerusalén ardía de peregrinos llegados de todos los rincones a celebrar la Pascua. Los soldados romanos vigilaban en la torre Antonia, listos para mantener el orden a toda costa. Ese día no quiso regresar a Betania a pasar la noche en la casa de sus amigos Lázaro, María y Marta, como acostumbraba cuando venía a Jerusalén. Quiso más bien despedirse de sus amigos con una cena especial. Aprovechó en ella para insistirles, con el lavatorio de los pies y la institución de la eucaristía, en la necesidad de servir a los demás.
Después de la cena, Jesús se retiró a orar en el huerto de los olivos. Allí se sintió solo y una angustia sin orillas empezó a oprimirle el alma. La tristeza era tan profunda que parecía manarle como sangre. Intuía que muy pronto lo apresarían, tal vez esa misma noche. Le aterraba la idea de ser crucificado. Desde niño había oído hablar de este terrible suplicio, reservado para los rebeldes que osaban alzarse contra Roma. Ningún ciudadano romano, por grandes que fueran sus delitos y crímenes, podía ser sometido a esa muerte tan dolorosa y humillante. Cuando él tenía dos o tres años, el general Varo incendió Séforis y las aldeas a su alrededor, destruyó Emaús, tomó Jerusalén, esclavizó a numerosos judíos y crucificó a unos dos mil.
La crucifixión siempre era un acto público, pensado para que sirviera de escarmiento. La agonía podía durar horas y hasta días. La asfixia oprimía sus pulmones, y para respirar, los crucificados debían levantarse sobre los clavos, tomar un poco de aire y volver a caer. Y así, hasta la muerte. Algunas veces, para adelantarla, les quebraban los huesos de las piernas para que no pudieran levantarse y se asfixiaran pronto. Previamente, solían ser flagelados y humillados a base de golpes, salivazos, y todo tipo de afrentas.
La angustia en el huerto no doblegó su voluntad de llevar hasta el extremo su decisión de entregar la vida al establecimiento del Reino. No huiría sino que enfrentaría con valor la misión para la que había sido escogido. Se aferró a la oración aunque sintió como nunca la ausencia de ese Padre Bueno que permanecía callado. Él sabía, sin embargo, que en lo más profundo del silencio, el Padre lo abrazaba y lo acompañaba. De la oración salió fortalecido a enfrentar a los soldados del templo que, siguiendo las órdenes de Caifás, se acercaban a apresarlo.
@pesclarin