El pasado 22 de Abril celebramos el Día de la Tierra. Y la preocupación mundial por los estragos que está causando el coronavirus impidió que aprovecháramos esa fecha para una profunda reflexión sobre la necesidad de cambiar el modelo de desarrollo que está destruyendo nuestra Casa Común. Sin embargo, ante la obligada paralización de industrias y transportes, todos hemos podido ver cómo la naturaleza empezaba a recuperarse, el aire se purificaba y hasta pudimos observar cómo las ballenas regresaban a las playas y algunos animales salvajes se paseaban por las calles desiertas. En cierto sentido, podríamos considerar que el virus está siendo un instrumento de la propia naturaleza para que empecemos a reflexionar sobre la imperiosa necesidad de cambiar nuestros estilos de vida.
La contaminación y el afán de lucro estaban acabando con nuestro planeta. Aire, mares y ríos están heridos de muerte. El clima del mundo se altera cada vez más. Se derriten los glaciares y aumentan los desiertos. El agujero en la capa de ozono alcanza ya el tamaño de Europa. La mitad de los bosques húmedos que cubrieron la tierra han desaparecido. En nuestra locura destructora, cada día eran destruidas 50 mil hectáreas de bosque húmedo, y en cada hora era arrasada un área equivalente a unos 600 estadios de fútbol. A pesar de que la tierra languidecía y se rebelaba ante tanto maltrato, la humanidad seguía en su festín derrochador sin querer escuchar sus clamores.
Ojalá que la pandemia nos impulse a reconciliarnos con la Tierra, nuestra Madre, y como hermanos. Reconciliar significa restablecer las relaciones rotas. Es el mundo entero, que Dios puso en las manos de la humanidad para que lo guardara y preservara, el que corre peligro de destrucción, si no aprendemos la lección. Éste no es un mensaje apocalíptico, sino una posibilidad real, como denunciara el Papa Francisco en su Encíclica “Laudato si”, en caso de que nos encerremos en la estrechez de nuestra vida y nos neguemos a actuar con firmeza. La primera víctima es la Tierra, con todos sus recursos, destinados para las generaciones presentes y futuras. El siguiente puesto entre las víctimas lo ocupan los más pobres del mundo, que son los que más sufren las consecuencias de este desarrollo alocado que sólo piensa en sus intereses, y siembra destrucción y muerte. Los gemidos de la creación y de los pobres y miserables nos deben mover a adoptar estilos de vida más sencillos y fraternales, a defender los derechos de todos y también los derechos de la naturaleza. ¿Estaremos aprendiendo la lección y saldremos de esta pandemia con una nueva conciencia que nos lleve a convivir y cuidar la naturaleza?
En Venezuela, el arco minero está destruyendo selvas y ríos y acabando con la vida de las comunidades indígenas. Lo más grave es que no sólo estamos destruyendo la naturaleza, sino que hemos destruido empresas, instituciones y servicios y hemos privado a la población de las condiciones mínimas indispensables para llevar una vida humana. Venezuela lleva demasiados años sufriendo las epidemias del hambre, de la falta de medicinas, electricidad y agua, de la represión y la violencia institucionalizadas. La gravedad de la crisis económica, social y humanitaria y el grito ensordecedor de los pobres que son los que más sufren las consecuencias de unas políticas desacertadas, nos llaman a combatir todos los virus destructores de vida y a contagiar el coraje para salir del caos que nos hunde a todos.
@pesclarin
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