Sus pinturas, impregnadas de un candoroso romanticismo místico, estaban sin embargo, cargadas de una fina ironía, de cierta crítica social. Es un fenómeno visual, de imágenes, está más cerca de la narración que de la pintura
El año 1903 saliendo el sol de un 10 de marzo, en el caserío «El Colorado» del municipio Escuque, nace el padre del Arte Popular Venezolano, Salvador Valero. A los 12 años comienza a pintar sus primeros cuadros estimulados por el artista Guillermo Montilla, a quien le sirvió por varios años como ayudante.
Nacido en un hogar humilde, donde las carencias económicas se presentaban con mucha continuidad, hoy se cumplen 115 años de aquel alumbramiento tan especial. Su arte se apagó 73 años más tarde, un 22 de mayo de 1976.
Salvador Valero reflejaba la existencia poética en su niñez, aquellos ojos contemplando los barquitos de papel por el callejón de recuerdos en lo época de lluvia cuando el caserío se inundaba en la tristeza.
Fue una síntesis de un film retrospectivo que abarcó una vida multifacética, con profesiones variadas desde agricultor, carpintero, santero, pintor de brocha, hasta escultor, fotógrafo, creador de formas, hacedor de milagros, imágenes y fábulas, y sobre todo extraordinario narrador del vuelo popular.
En 1905 Salvador Valero es llevado al bautismo y desde ese momento el estado Trujillo se haría portador de un fruto o pájaro mágico, de una orquídea de la montaña para decapitar, en florecer del arte, una historia turbulenta en el caudillismo, la politiquería y lo fenicio.
En su autobiografía, Valero decía: «Mis primeros años fueron de miedo a los hombres sanguinarios. Mi padre a quien vi morir y reconocí a su asesino era un hombre bueno, un agricultor de Agua Clara y mi madre una hermosa mujer nativa de Escuque. -No sé cómo nací yo tan feo-, porque mi madre era muy bonita, tenía los ojos negros como esas pepas de San Pedro, a pesar, que como ella decía, su abuelo Marcelino que ero español, tenía los ojos azules.
La infancia del artista se desarrolló en ese caserío que semeja tocar el cielo y que por el frecuente sol de los venados, lo llamaron El Colorado.
En su juventud solía andar agitado, con los estallidos impresos en su memoria; su padre asesinado, el correr de la sangre, de coagularse como amapola y guirnalda, solía decir su amigo, paisano y poeta, Antonio Pérez Carmona.
“Es amor de aldeanas a los veinte años, pero desde la intimidad, en los rostros de las mujeres olorosos a flor de pascua, y en la alegría navideña engalanada de mitos y colores.”
Gusta de estar en el monte
Salvador gustaba de estar solo en el monte y subir a Jají a ver la laguna y los pájaros. En las noches le pedía a su madre que le enseñara rezos para alejar a los fantasmas y los brujos.
Todo aquello que su mejoría percibía a diario, lo asentaba en su diario que llevaba en un extenso cuaderno que posteriormente plasmaba en sus obras. Así lo refleja en la biografía realizada por Carlos Contramestre: «mi vida continuaba casi lo mismo como antes, trabajando, limpiando las yerbas de la finca, pastoreando animales, buscando pasto, leño para la casa, cargando agua, yendo al pueblo a vender leche, cuajada y huevos y así los momentos que me quedaban libres pintaba con anilina y gomas en papel florete que solía comprar en lo pulpería de Rivas Hermanos en el pueblo».
El médico-pintor Carlos Contramaestre, quien fuera uno de los descubridores de este artista ingenuo, así como férreo estudioso de su obra y biógrafo, explica la iniciación de Valero en la pintura: «No sólo descubre su interés por la pintura, sino que a través de ella, y sobrecogido por las alucinantes páginas de «Venezuela Heroica», despierta en el amor del adolescente su amor por Bolívar y los héroes de la independencia». Salvador lo asienta así: de modo que de todo lo que trataba de dibujar eran cosos alusivos a los hechos narrados en el libro; resultando o dando por resultado que cuando me iba a hacer cualquier trabajo mi pensamiento se mantenía fijo en lo que había leído y sobre el dibujo que no había terminado, pues con frecuencia me apresuraba a terminar los trabajos y mandados robando ratos para ponerme a pintar, a dibujar, trabajos que los hacía oyendo el canto de los numerosos gonzalitos y demás aves que por allí abundaban en esos tiempos».
DE INTERÉS
Las penurias de Salvador Valero comenzaron desde el momento en que asesinan a su padre. Su historial señala que el entonces muchacho llora sobre el cadáver; el dolor y la melancolía se le incrustó desde ese instante para toda su vida.
Sus primeros linóleos
- Los primeros linóleos que realizó este artista fueron de gran importancia para la historia del grabado de Venezuela, y donde su estirpe de artista popular y de hombre justo sali a relucir.
- Es el “Posada Nuestro” quien asoma su rastro singular, el 19 de abril de 1936, en las páginas de «El Anunciador», periódico que editaba Diez y Riego, donde se reprodujo uno de los primeros linóleos de Salvador Valero, donde con valentía enjuiciaba la política represiva del presidente López Contreras, quien dispuso sin motivo aparente, que ese día feriado en todo el territorio nocional, nadie debía salir de sus respectivos hogares.
- El joven pintor y caricaturista arremete con un dibujo agresivo contra la arbitraria medida lopecista. Valero con su luz le ha atrapado, pero en su cuerpo bailoteaban las visiones, los sueños, las leyendas, «los encantos que bajaban” hasta La Honda», las fábulas, los pájaros, las figuras femeninas alargadas, los campesinos, los rostros martirizados -su padre asesinado refractado en ellos- Santos y Cristo, los mitos y aves diabólicas que formaban ese mundo natal de El Colorado.
Supo darle forma a su MAGIA
Luego de los años 50 su historia es altamente conocida luego que conoce y hace yunta con Renzo Vestrini. Hacia 1955 se hizo su presentación en Caracas, a través de Miguel Acosta Saignes y César Rengifo, en la galería More More. Lo que más impresionó en ese momento fue su capacidad para darle forma mágica a los mitos y leyenda. Valero había recogido numerosos cuentos y fábulas que se conservaban en la tradición oral de su región.
Sus pinturas, impregnadas de un candoroso romanticismo místico, estaban sin embargo, cargadas de una fina ironía, de cierta crítica social, nos cuenta el Dr. Raúl Díaz Castañeda. “Pero lo que más me impresionó y me retuvo, fue su conversación, de una profundidad inesperada. Su palabra pausada, extrañamente sudorosa, enhebraba menudas historias que lentamente iban tomando dimensiones gigantescas por caminos de lo milenario, de lo eterno, de lo dolorosamente humano”. Es así como el Dr. Castañeda, llegó a comprender que Salvador era más que un imaginario, era un narrador de antigua estirpe, enraizado en lo más recóndito de la poesía anagráfica, esa poesía escrita en el viento para lectura de oído y memoria, que en las culturas primitivas fue el principio de todas las cosas (primero fue el verbo), que en el desierto tomó sonoridad de aguas milagrosas. “Los cuadros de Salvador son más para la lectura que para el deleite plástico, son parábolas o versos de color”.
Vocación frustrada, LA FOTOGRAFÍA
“El Escuque que se fue”, el tiempo y el olvido
Para el año 1980 don Pedro Bracamonte logra imprimir, en su Editorial Multicolor, un folleto de Salvador Valero, con prólogo de Alfredo Morales Hernández y notas de Pancho Crespo Salas, titulado: «El Escuque que se fue». Allí se habla de las personas, cosas y costumbres que se fueron, que han desaparecido ya por la acción destructiva del tiempo, o bien por un olvido culpable. Lo propio podría decirse de otros pueblos de Trujlllo. «La Valera que se fue» «El Carache que se fue», «El Boconó que se fue», etc, etc.
Dos factores actúan inexorablemente en la desaparición de un sinnúmero de valores: el tiempo y el olvido. En este aparte nos referiremos al olvido, ese olvido que se deriva de la forma de vida de los venezolanos, una vida reducida a puro petróleo, materializada, sin ningún ideal espiritual, entregada a los placeres, a la francachela, una vida despojada de toda sobriedad, de toda mesura, de toda contención, una vida desordenada y estúpida, más semejante a la muerte que a la vida. En ese tipo de vida no hay espacio para apreciar y recordar nuestros valores humanos. Las naciones y los pueblos se nutren y se sostienen con la sustancia de los grandes hombres cuyo recuerdo perdura en la historia y no con valores materiales que son efímeros. La riqueza es factor importante en un país, pero no el valor fundamental y constitutivo del país.
Nuestra historia está poblada de hombros representativos. Pero no estudiamos sus vidas, no penetramos sus ideas, no las incorporamos a la consciencia nacional. Nuestros grandes hombros permanecen desconocidos para el pueblo y nuestra cultura que debería nutrirse plenamente de ellos, también los ignora.
Salvador Valero, es uno de los más puros valores humanos y artísticos de la región y del país. «El Escuque que fue» revela una escritura laberíntica sobre una realidad esfumada, un claro talento narrador, un poeta que siente, que vibra, que recuerda y evoca y va arrastrando como Orfeo con su canto, todo un pasado. Un artista plástico que ama entrañablemente a su tierra, sus hombres y sus cosas. Un artista que actúa contra el tiempo, aprisiona e inmortaliza en sus pinturas las bellezas de su tierra. Nos deja como logado no sólo una obra artística, de primera calidad. Nos deja también la imagen radiante de un hombre que vivió al servicio del arte y del bien.
DE SU INSPIRACIÓN
“Cuando hacía un trabajo mi pensamiento se mantenía fijo en lo que había leído y sobre el dibujo que no había terminado”
Cultor popular que brindó su arte a la justicia social
Artista universal. Salvador Valero no sólo sobresalió como pintor, también fue un cultor popular que brindó su arte a la justicia social, a la lucha de los pueblos. En algunos de sus escritos que quedaron para la posteridad, el artista escuqueño expresaba: «Había días que en mi ánimo se posesionaba una inmensa angustia, un pesar, una profunda tristeza… Y aquello me daba motivo para echarme a llorar. En mi inconsciente se quedó grabado la triste escena del día en que siendo muy niño vi a mi madre desesperada ante el cadáver de mi padre asesinado».
El ojo agudo de SALVADOR
El mundo que el ojo agudo de Salvador Valero captó para sus lienzos, tablas y muros, cartones y papeles, es el mismo que él recogió en apretadas crónicas, escritas temblorosamente con la angustia de algún olvido. El mundo congelado de su infancia, suspendido en el fondo de su alma. No el mundo mágico, inocente o arbitrario de otros grandes creadores del común, sino el mundo nuestro de todos los días, que para él se dio en uno geografía campesina, ese mundo que plagado de crímenes e injusticias, pecados y pecadillos es nuestra cotidiana realidad, en el que también se dan la belleza de una muchacho que sueña y despierta en el marco descuadrado de una ventana o el regocijo de una fiesta con violines. Nada es casual en la obra de Salvador Valero. Era un hombre agobiado por un inmenso dolor social, prisionero de las visiones de su infancia, pero muy inteligente, lúcido.
Mitología personal
Se ha dicho, y es verdad, que Salvador Valero llegó un poco tarde a la pintura, quién sabe si cuando un circunstancial amigo le regaló unos lápices de color, un tesoro en aquella época de aislamiento y privaciones, o cuando ayuda al pintor-decorador Guillermo Montilla, o cuando el cura de Escuque, Escolástico Duque, le hace conocer lo técnica de la pintura al óleo. Muchos creadores plásticos han llegado tarde al oficio, como Paúl Gauguin, por ejemplo, pero muy pocos por casualidad. Yo creo que la verdadera vocación de Salvador Valero fue la de narrador, y en sus últimos años fue más lo que escribió que lo que pintó. Pero para dejar constancia fidedigna y perdurable de la narración, hay que saber escribir. Y también a la escritura llegó tarde, y no la aprendió bien, porque desde el caserío El Colorado, donde residía, hasta Escuque, donde el maestro Ignacio Carrasquera enseñaba las primeras letras, la distancia es de kilómetros. Pero mucho antes de los lápices de color, las anilinas y el papel florete, mucho antes de los papeles pintados que exhibía en el corredor de su casa o regalaba a sus amigos, Salvador Valero conocía los libros, porque en un rincón de su casa, en un viejo baúl, su madre guardaba algunos que él con frecuencia sacaba para hojearlos y maravillarse con los ilustraciones. Afirma Juan Calzadilla, estudioso de la obra de los creadores del común venezolano, que Salvador Valero se resistía a que lo calificaran de pintor, pues para él la realidad era primero y el papel de crítico superior al de artista. Es cierto. Yo también le oí decir eso y como no lo conocía bien, entonces me sorprendió. En cambio sus expresiones para los libros son amorosas. En sus memorias leemos:
«mi madre tenía dentro de un gran baúl algunos libros, entre ellos tenía una fusiona sagrada y una geografía de Esmit por Arístides Rojas, esos libros llevan muchos gravados y aunque no sabía yo leer en los diasque había mucha lluvia pasaba largos ratos hojeando aquellos libros deteniéndome observando aquellos gravados, donde mis amigos llegaron a infundirme un cariño hacia ellos, que dio origen que en mi mente se formara una especie de mitología personal o individual que yo asociaba con los diferentes aspectos del ambiente del lugar; era un placer para mí sacar aquellos libros que me agradaban hasta el olor agradable que despedían».
Pintor y narrador
El amor por los libros y por la escritura lo acompañará siempre, sin embargo, de su vida escribió hasta el momento que comenzó o pintar con seriedad, como si en adelante delegara en la expresión plástica su afán de decir cosas. Pero le quedaba con frecuencia un temor de no haber expresado con claridad el asunto, por eso, con prolijidad, explicaba sus pinturas, y no pocas veces escribía en el reverso de los mismos lo que quería comunicar con ellas.
Raúl Díaz Castañeda