La concepción que en la antigüedad se tenía del niño era muy diferente a la actual. Se le consideraba como un hombre en miniatura y que su vida psíquica era como la de los adultos, solo que imperfecta y defectuosa. En general, la actitud hacia todo lo relacionado con la infancia tenía carácter peyorativo. En el renacimiento esa actitud comenzó a cambiar gracias a pensadores como J.L. Vives, quien introdujo el humanismo en la concepción del niño. Posteriormente, se hicieron grandes, aportes que influyeron notablemente en la educación moderna, entre esos, cabe recordar los realizados por Pestalozzi y Comenius que popularizaron y extendieron la educación a todos los niños sin distinción de clases sociales. La de Claparede, que consideró que el fundamento de la pedagogía consiste en el conocimiento del niño y en la explotación de sus tendencias naturales, sobre todo la tendencia a jugar y a imitar. Dewey sostenía que la mejor manera de aprender era con la experiencia. Los niños en lugar de recibir pasivamente la enseñanza del profesor, aprenden de un modo práctico. Pensadores y pedagogos como estos revolucionaron las ideas que se tenían sobre el niño y su educación. Se hizo énfasis, como insistió Claparede, en el conocimiento integral del niño, de sus necesidades y etapas de desarrollo. Actualmente se considera a la infancia como una etapa del desarrollo con características propias, inconfundibles, y distintivas. Es la edad en que lo real y lo imaginario aparecen tan unidos que llegan a confundirse. Su mundo propio es el juego y la imitación. Es la edad de la plasticidad, de la formación, del desarrollo. En ella se estructuran la vida orgánica y psíquica de un modo casi definitivo. Como consecuencia de esa nueva visión, fueron desplazados preceptos antiguos como “las letras entran con sangre,” o las famosas clases magistrales en las que el alumno en actitud pasiva se limitaba a escuchar al maestro y copiar del pizarrón. Ya no se concibió más al alumno como un ser pasivo, simple receptor de los contenidos que le transmitía el maestro, sino como un ser activo que, al interactuar con la experiencia y asimilarla a sus conocimientos previos, se convierte en constructor de sus propios aprendizajes. Esta nueva concepción de la educación, en la que se prioriza la experiencia y el esfuerzo individual, está siendo aplicada, actualmente, desde el jardín de infancia hasta la educación superior. En los primeros años de escolaridad, el niño aprende jugando, para lo cual el maestro debe propiciar los materiales y las condiciones necesarias y servirle como facilitador de los aprendizajes. Además, el niño en esa primera etapa de su desarrollo necesita que le cuenten cuentos y le canten canciones infantiles, ya que son equivalentes del juego pero más espirituales. Superada esta primera etapa, en la mente del niño penetra más la realidad en la medida en que disminuye la fantasía. La educación se hace más exigente y concede gran importancia al esfuerzo, a la actividad constructiva y al estímulo a la superación; la actividad lúdica se sigue realizando, ahora como actividades deportivas practicadas en equipos. También adquiere importancia el trabajo práctico realizado en equipos formados por alumnos del salón de clase. Por ejemplo, un aula de 30 alumnos puede dividirse en 5 grupos de 6 alumnos cada uno, a cada uno de los cuales se le asigna un trabajo o proyecto. Los contenidos de cada proyecto asignado se dividen de manera que a cada integrante del equipo le corresponda desarrollar una parte. La elección de los proyectos se realiza en forma espontánea por los alumnos. El profesor actúa como guía y concejero. Preguntado Pestalozzi sobre su obra, afirmaba “El amor lo ha hecho todo”.