Reinaldo Parilli, mi primer amigo en Valera | Por: Raúl Díaz Castañeda

 

Llegué a Valera al final de agosto de 1958. No conocía la ciudad. Llegué al Hotel Negro Primero, en la calle 11 entre avenidas 9 y 10, esto es, el centro comercial de la muy comercial ciudad. Mi compañero de todos mis años universitarios, Miguel Ángel Viloria, me estaba esperando. Le llamé por teléfono: Llegué, le dije.

Miguel Ángel y yo nos habíamos graduado de médico cirujano, una semana antes, el 22 de agosto. El día de la graduación me dijo: En Valera van a abrir un hospital nuevo, muy grande y muy bonito y muy bien equipado, el Hospital Central, necesitan médicos residentes, quiero trabajar allí, vente conmigo. Al día siguiente recibimos del Ministerio de Sanidad el nombramiento.

Al momento de mi llamada, Miguel Ángel estaba realizando unas revisiones contables en la ferretería de don Manuel Hernández, la más grande de Valera, con sucursales en Trujillo y Sabana de Mendoza, de la que durante los años del bachillerato había sido él el contador principal. Don Manuel le había costeado la carrera de Medicina y Miguel Ángel durante las vacaciones estudiantiles revisaba los libros de contabilidad de la empresa. En esto estaba cuando llegué, fueron sus últimas semanas de aquel compromiso, hasta el 15 de septiembre, cuando empezamos el ejercicio de nuestra carrera. Fue al hotel a buscarme y nos fuimos a la ferretería, un poco más allá, en la misma calle 11, entre la hoy Avenida Bolívar y la avenida 10, allí me presentó a Reinaldo Parilli, empleado de confianza de la empresa. Fue mi primer amigo hecho por mí en Valera, amistad que duró hasta el 15 de septiembre: exactamente 63 años.

Rosario, tempranamente huérfana de madre, con su hermano menor Manuel fue criada por su tía paterna soltera Isabel, la inolvidable Niña Isabel, en la casa vecina de la ferretería: en esa casa, donde vivía Miguel Ángel desde sus días escolares, me alojé por varios años, de modo que mi contacto con Reinaldo era muy frecuente, pues al salir de mi trabajo me iba a la ferretería a disfrutar un rato con su amena conversación, una de sus virtudes. En diciembre de ese año, cuando compré mi primer automóvil en la compañía Ford de los emprendedores Hermanos Frías, grandes señores de bien, Reinaldo fue conmigo a buscar el auto y se lo trajo conmigo de copiloto para enseñarme a conducirlo.

Reinaldo, un poco mayor que yo y menor que Miguel Ángel, estaba casado con la hija de don Manuel, Rosario, quien con el mismo amor de él en aquellos lejanísimos días de su juventud, murió también este año, también en Barinas.

La ferretería estaba, pues, en el corazón de la ciudad, frente al mercado municipal, que era el sístole y la diástole de la urbe. Diariamente allí, en el mercado, desde la madrugada, se daba una procesión de gentes venidas de la misma Valera o de los pueblos vecinos, a vender o comprar, desde la cornucopia de la alegría de la tierra que cantaba don Mario Briceño Iragorri hasta el quintico de la lotería municipal de animalitos, y alrededor del guayoyito mañanero o la compartida cajeta del chimó, entre la oferta y la demanda, la última noticia, la conseja, el comentario. Y es que aquel mercado, de almas vibrantes y espíritus abiertos al palique, era un ágora donde sin distinción de clase u oficio se confundían las voces del variopinto colectivo.

Entre el mercado y la ferretería mediaban unos pocos pasos. Y en esta Reinaldo, memorioso y alerta, recibía aquel raudal de información que después, y hasta casi ayer mismo, compartía con los numerosísimos contertulios que su buen y oportuno decir le ganaba, yo entre ellos en aquellos lejanos días, en el atardecer de cierre de la ferretería, compartiendo una cerveza en el bar de Cubillán al lado, o en la esquina, en la librería del doctor Arandia, también enjundioso conversador.

Reinaldo Parilli fue para la un tanto alocada Valera, que muchas veces he comparado con la adorable Dulcinea, como un juglar o trovador; un cantor de los hitos de la ciudad o de los pequeños escándalos que sazonaban el sabroso devenir de la misma, de sus personajes hacedores de buena obra o de los pintorescos tipos de la picaresca; de buenos y regulares y malos ciudadanos, que de todo hay en la viña del Señor, y más en la que no es de El.

Con la muerte de Reinaldo Parilli, se cierra un libro oral de la historia de Valera, ya doble centenaria.

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