Régulo se pregunta «¿Qué pasará con los de la ciudad?»

Gustavo Bencomo/DLA

Régulo Valecillos toma un papel y comienza a sacar cuentas. Escribe por un rato y luego se queda mirando fijamente a la plantación de cambures que está detrás de su casa. Se detiene y vuelve al papel para hacer una nota final antes de decir: “Me preocupan los de la ciudad”. Luego suspira, dobla la hoja y la guarda en un viejo cuaderno.

De sus 50 años de edad, la mayor parte de la vida se ha dedicado a trabajar la tierra en Sabanetas, un pequeño pueblo entre las montañas de Trujillo capital, a pocos kilómetros del Monumento a La Paz, el más grande de América.

Aunque hubo un tiempo en el que fue comerciante y vigilante en una escuela, el campo siempre ha sido lo suyo, es su raíz. Allí siembra caraotas, tomates, café y hasta plátanos, pero cada vez se le hace más difícil levantar sus cultivos y recuperar la inversión con las cosechas que son su sustento. Los ingresos como trabajador público no cubren sus necesidades básicas.

Las plagas y los altos costos de los herbicidas y abonos hacen más complejo trabajar la tierra, mientras la emergencia humanitaria se acentúa y los jóvenes van bajando de las montañas en busca de mejores oportunidades.

Se sienten aislados en un rincón del mundo con comunicaciones limitadas y escasas posibilidades de progresar, pues lejos de la ciudad todo es más difícil.

 En estos pueblos, la base económica es la agricultura familiar. Desde los niños hasta los ancianos, forman parte de la estructura de trabajo que mantiene activa la producción y aminora los costos a los pequeños productores del campo, siempre ha sido así.

Y cuando uno de los integrantes de la familia falta, comienza un desequilibrio en esa estructura que se torna peor cuando los que se marchan son los jóvenes y van quedando en los campos personas mayores cuyas condiciones físicas solo los dejan hacer algunas tareas limitadas.

 

 

Esos vacíos que van quedando en Sabanetas, como en el resto del país, son producto de la migración forzada que se origina en la búsqueda de un mejor futuro fuera de nuestras fronteras, así como se fueron una mañana de marzo del 2019 dos de los hijos de Regulo, de 20 y 25 años respectivamente, y pasaron a formar parte de los más de 5 millones de venezolanos que se han ido.

“Ellos se fueron, cada uno tenía una parcela y me ayudaban. Donde ellos sembraban ya no hay cultivo -cuenta mientras se le escapa una sonrisa- eso es montaña adentro, ya nadie va”.

Cansados de trabajar y tras ver cómo el dinero se diluía entre sus manos, tomaron la decisión de viajar a Colombia, quedando Régulo atrás, pues se niega a dejar su campo; no se imagina una vida fuera de sus montañas.

“¿Qué come un obrero con eso?”

Mientras se pone su chaqueta azul impermeable, Régulo se queda pensativo, quiere entender por qué los jóvenes se van y, como si tuviese una epifanía, se exalta y dice: “¡¿Qué come un obrero con eso?!”.

Los dos dólares que ganan por una jornada diaria desde las siete de la mañana hasta las dos de la tarde no les permiten adquirir lo necesario, cuando mucho, logran ganar tres dólares dependiendo de la temporada.

 

 

Como son pequeños cultivos, los campesinos no pueden pagar más de esa suma; entre los gastos de los herbicidas y abonos, más el pago de gasolina en dólares para poder movilizarse o el traslado de la cosecha frente a la escasez de combustible, lo que reciben al final por el producto es una pequeña ganancia.

Antes recurrían al conocido “mano vuelta”, una tradición de trabajo. La familia que estaba sembrando recibía ayuda de las familias productoras vecinas, que mandaban a sus hijos y obreros a trabajar en los cultivos del otro, para que cuando les tocara a ellos, esos vecinos vinieran también a ayudarlos. Sin embargo, con la migración de jóvenes esta tradición ha ido desapareciendo, pues muchos ya no tienen a quién enviar para apoyar al otro.

La tierra es lo único que tienen para sobrevivir o les tocará bajar de las montañas en busca de nuevos horizontes como ya lo han hecho muchos, siendo esta una opción a la que algunos no pueden recurrir o no desean hacerlo.

“Mira aquellas plantas de café del vecino, todas amarillas o secas. No tuvo para pagar obreros y cubrir el costo del abono, sin eso el café no progresa y se pierde la siembra”, relata al señalar las montañas a su alrededor donde ya otros han dejado de sembrar por falta de recursos y mano de obra.

 

 

En Sabanetas se producían varios tipos de café que iban a parar a los grandes mercados o empresas procesadoras del estado Trujillo, pero desde antes del comienzo de la crisis Humanitaria en 2017, las haciendas se fueron acabando ante la imposibilidad de mantener las plantas y todo lo que se necesita para ello.

Regulo cree que los “tercos del campo”, como los llaman, están sembrando por “vicio”. Acostumbrados a trabajar la tierra y amando lo que hacen, no pueden parar aunque no reciban la remuneración justa a cambio del gran esfuerzo físico que cultivar amerita. Tienen un compromiso con la alimentación de un país. 

Sobre todo, se resisten aquellos que desde muy pequeños han creado un vínculo especial con la tierra, esa que les permitió criar a sus numerosas familias y poder seguir adelante: se sienten en deuda.

Se niegan a irse y ver morir sus cultivos, aunque sus hijos se vayan, siguen arando el mañana luchando contra la tristezas que les dejan los que a kilómetros de distancia están y las tantas dificultades que se presentan para poder practicar la agricultura y llevar los alimentos a la mesa.

Pero insiste Régulo, a él quien más le preocupa son los de la ciudad, pues sus cultivos seguirán dando para que él y su familia puedan alimentarse aunque reduzca su capacidad para sembrar las mismas extensiones de tierra que antes.

 

Insiste en que si la situación no mejora, cada vez bajará menos mercancía a los mercados y con poca variedad. Las plagas y la migración irán dejando a su paso un paisaje desolador.

Régulo mete la mano en la chaqueta y saca el lápiz. Toma el cuaderno mientras contempla la montaña en silencio. Sobre el papel se alcanza a leer lo que recién apuntó debajo de algunas cifras: “Un saco de yuca equivale a un kilo de queso”. Rompe el silencio mientras señala el papel: «¡Pero esto será para cuando coseche! Yo ya estoy un poco cansado, estoy pensando sembrar menos, solo para rebuscarme y el consumo diario».

 

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Producción realizada en el marco del curso Puentes de Comunicación II de la Escuela Cocuyo 2021. Apoyado por DW Akademie y El Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania. Publicada originalmente en el mes de marzo del 2022 en Efecto Cocuyo. 

 

 

 

 

 

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