Por: Antonio Pérez Esclarín (pesclarin@gmail.com)
En momentos en que la educación en Venezuela, especialmente la pública que es a la que van las mayorías, languidece, y la educación de los pobres continua siendo una muy pobre educación, debemos recuperar el espíritu y el coraje de Simón Rodríguez, Maestro no sólo del Libertador, sino de la América entera.
En tiempos en que la educación era un privilegio al que sólo tenían acceso los niños varones, blancos y de las clases privilegiadas, Simón Rodríguez se atrevió a proponer la educación popular, es decir, abierta a todos. Como estaba muy consciente del escándalo que debía suponer una educación para el pueblo, sobre todo para los marginados y despreciados, -los indios, los cholos, los negros, los que bota la inclusa-, en una nota de la edición de Lima de 1842 de su obra “Sociedades Americanas”, ironizaba así: “Es de advertir que Educación nunca se había visto en mala compañía hasta el año 28, que se presentó en las calles de Arequipa como Popular”.
Adelantándose a su tiempo, Rodríguez vio con claridad que, para tener nuevas repúblicas y sociedades prósperas, era necesario emprender con urgencia un proyecto educativo, que convirtiera a los súbditos sumisos, en ciudadanos libres e independientes “capaces de gobernarse a sí mismos”, y que no se dejaran explotar ni engañar. De muy poco iba a servir la independencia militar si no se emprendía con urgencia la independencia económica y cultural, mediante una educación que enseñara a “vivir en República”, que promoviera las “virtudes sociales” y combatiera el individualismo egoísta: “Yo sólo soy, y sólo para mí son ideas de niño. El hombre que atraviesa la vida con ellas muere en la infancia, aunque haya vivido cien años”.
Esta educación debía ser propia, original, gestada en la entraña americana: “La América no ha de imitar servilmente, sino ser original!”; “en vez de imitar hay que pensar”, “O inventamos o erramos”. Educación abierta a todos, especialmente a los más pobres y marginados, las víctimas más directas del viejo orden colonial. “Si la instrucción se proporcionara a todos, ¡cuántos de los que despreciamos, por ignorantes, no serían nuestros consejeros, nuestros bienhechores y nuestros amigos! ¡Cuántos de los que nos obligan a echar cerrojos a nuestras puertas, no serían depositarios de las llaves! ¡Cuántos de los que tememos en los caminos, no serían nuestros compañeros de viaje!”
Rodríguez fue también muy crítico de esa pedagogía transmisiva y repetidora y propuso en cambio una pedagogía activa, crítica y creativa: “Más aprende un niño, en un rato, labrando un palito, que en días enteros, conversando con un Maestro que le habla de abstracciones superiores a su experiencia”. “¡Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el porqué de lo que se les manda a hacer, se acostumbren a obedecer a la razón, no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre, como los estúpidos” ; “mandar recitar, de memoria, lo que no se entiende, es hacer papagayos, para que por la vida sean charlatanes”; “leer no será estropear palabras por ganar tiempo, sino dar sentido a los conceptos: por consiguiente, el que no entienda lo que está escrito, no debe leerlo”.
Pero posiblemente su insistencia mayor, que fue la razón por la que fue incomprendido y rechazado por muchos, fue su empeño, tanto en sus escritos como en sus experiencias prácticas, de cultivar el amor al trabajo, y de unir la instrucción académica con los oficios mecánicos y agrícolas, pues era necesario “colonizar el país con sus propios habitantes”. Estaba convencido de que la riqueza no consistía en las minas sino en las capacidades productivas, y que el trabajo era la llave del progreso. En todos los centros educativos que creó montó talleres productivos e incluso llamó “Casa de la Industria pública”, la primera escuela que fundó en Bogotá a su regreso definitivo a América. Cuando no conseguía trabajó como maestro, para sobrevivir, montó talleres para producir jabones y velas (“Así lavaré la conciencia de los americanos y alumbraré América con mis velas”). Durante toda su vida combatió la cultura limosnera que degrada a las personas y varias veces escribió: “Yo no pido que me den, sino que me ocupen, que me den trabajo. Si estuviera enfermo, pediría ayuda. Sano y fuerte debo trabajar. Sólo permitiré que me carguen a hombros cuando me lleven a enterrar”.
Para posibilitar esta educación, se necesitaban maestros íntegros, honestos y responsables, que enseñaran a aprender y convivir, que despertaran la curiosidad y creatividad del alumno, que acudieran al magisterio por vocación y no por necesidad y cuyo ejercicio les garantizara una vida digna: “El maestro debe contar con una renta que le asegure una decente subsistencia, y en que pueda hacer ahorros, para sus enfermedades, y para su vejez…No ha de recibir regalos, a cambio de preferencias en la enseñanza, ni limosnas que lo humillan. No ha de ir al hospital a agravar sus males, ni a casas de misericordia, a la europea, a guardar dieta, ni a que lo saquen al sol, para que se seque, y pese menos, cuando lo lleven a enterrar”.
Los voceros del Gobierno han repetido muchas veces que las ideas de Simón Rodríguez están sembradas en las propuestas del Ministerio de Educación. Ojalá que asuman en serio los planteamientos de Simón Rodríguez, en especial, su preocupación porque los educadores sean valorados y pagados con un sueldo que les permita vida digna, seguirse formando y acudir con buen ánimo y sin angustias a su tarea educativa.
(Todas las citas están tomadas de sus “Obras Completas, dos tomos”, publicadas por la Universidad Simón Rodríguez de Venezuela).
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