El Papa Pío XI escribió que la política es la forma suprema de la caridad, y el Concilio Vaticano II llamó a la política “un arte tan difícil y noble”. Es un arte difícil porque supone superar esa práctica habitual que ha degradado la política a mera politiquería, a retórica, negocio o espectáculo; que utiliza el poder para lucrarse y aprovecharse de él, poder para dominar y servirse del Estado y de los demás. La política auténtica, como nos viene insistiendo el Papa Francisco entiende y asume el poder como un medio esencial para servir, para buscar, más allá de las aspiraciones individualistas o de grupo, el bien de toda la sociedad. Por ello, y siguiendo al Concilio Vaticano II, la política es también un arte noble porque el servicio que está llamado a prestar es precisamente la búsqueda del bien común, que hace posible la paz, la concordia social y las relaciones fraternales entre todos.
Venezuela necesita recrear la política para que sirva al bien común, lo que requiere dirigentes con una muy fuerte vocación de servicio, humildes pero creativos, que no toleran el sufrimiento de las mayorías, que no se creen los únicos poseedores de la verdad, sino buscadores de ella con los otros diferentes. Para ello, es necesaria una autocrítica sincera y despiadada para evaluar las verdaderas intenciones detrás de sus aspiraciones, discursos y propuestas; para cambiar lo que no resulta y reconocer los errores; para analizar qué se está haciendo bien, qué se está haciendo mal, qué hay que hacer y qué hay que dejar de hacer para que los deseos y promesas se conviertan en realidades. No se puede aspirar a construir un nuevo futuro reproduciendo y agigantando los errores del pasado, y repitiendo los mismos discursos. Detrás de muchos de ellos, por muy prepotentes que parezcan, se oculta la inseguridad y la falta de ideas. Si Einstein decía que no hay prueba de estupidez mayor que pretender nuevos resultados haciendo siempre lo mismo, los políticos deberían tener el valor de emprender una revisión profunda y valiente de sus propuestas y sus certezas.
El gobierno trata de justificar su fracaso culpando a las sanciones del imperio. No dudo que han agudizado los problemas, pero es evidente que el país comenzó a hundirse mucho antes de que entraran en vigor las sanciones. Es muy triste constatar que los que nos vienen gobernando dilapidaron inmensos recursos y no supieron aprovechar el gran apoyo popular con que contaron para fundar una Venezuela próspera y reconciliada. En los años de abundancia, nos volvieron más dependientes del petróleo, destruyeron el aparato productivo, pulverizaron el bolívar, la inflación diluyó salarios y ahorros, y no sólo no hemos sido capaces de resolver alguno de los problemas esenciales, sino que se han agudizado todos. El país parece un enorme cementerio de promesas fracasadas: bolívar fuerte y bolívar soberano, educación, salud y servicios de calidad, planes para garantizar la seguridad, fundos zamoranos, quiebre de empresas expropiadas, pedevales y pedevalitos, soberanía alimentaria, ruta de la empanada, camastrón para turismo popular, pañales guayuco, celulares vergatarios, areperas socialistas, huertos oligopónicos, cooperativas, y otros muchos proyectos que dilapidaron miles de millones sin resultados. ¿Y nadie va a responsabilizarse por esos miles de millones malgastados o robados? ¿Acaso la ineficiencia no es una forma perversa de malversación y saqueo?
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