Reconciliación y perdón | Por: Antonio Pérez Esclarín

 

Para posibilitar la tan necesaria reconciliación y  poner bases sólidas a la  convivencia,  el  respeto y la paz,  no sólo debemos huir de cualquier tentación de recurrir a la venganza y la violencia, sino que debemos buscar  la justicia abiertos  a la misericordia  y el perdón.

“Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”,  es una súplica nacida del amor. Jesús muere perdonando. En medio del dolor más insoportable se olvida de sí mismo, renuncia  a la venganza y brinda su perdón a los que le están asesinando. El espíritu del perdón rompe el círculo diabólico de la revancha: purifica la atmósfera y nos permite a los humanos, siempre heridos e hirientes, una sana convivencia. Por eso, si bien es necesaria la justicia, nunca será suficiente. Necesitamos también el perdón que es la expresión más sublime del amor. Perdonar  es la única forma de ser libres pues destruye las  cadenas del rencor, la rabia,  el enojo y el ansia  de  venganza que envilecen y consumen.   En palabras de Mark Twain, “el perdón es la fragancia que la violeta suelta cuando se levanta el zapato que la aplastó”.

El que no perdona, se conviertes en prisionero de los que le ofendieron. Es lo que nos recuerda Paulo Coelho con la siguiente historia:

Dos expresos políticos argentinos se encontraron, después de muchos años sin haber estado en contacto. Se sentaron en un bar de la Avenida Primero  de Mayo y comenzaron a recordar los años negros de la represión, cuando la gente desaparecía sin dejar rastro. Después de un buen rato de conversación,  uno le preguntó al otro:

-¿Cuánto tiempo estuviste preso?

-Dos años –fue la respuesta-.Sufrí torturas que jamás imaginé. Vi cómo violaban a mi mujer delante de mí. Pero los responsables ya están presos y condenados.

-Estupendo, ¿y tu alma ya los perdonó?

-¡Claro que no!

-Entonces, todavía seguís siendo su prisionero.

 Algo semejante decía otra persona que había sido también víctima de graves abusos y maltratos: “No les odio porque no quiero que ustedes se apoderen de mi”. Cuando el odio de otro hace nacer en nosotros el odio, somos nosotros los vencidos, aun en el caso que logremos aplastar al adversario

Perdonar es sanar la herida y recuperar la paz interior.  Perdonar no es olvidar: es recordar sin amargura, sin dolor, sin respirar por la herida. Si no perdonamos, seguimos encadenados al odio, al deseo de venganza,  a la tristeza. No somos,  en consecuencia, ni libres ni sanos.  Guardar rencor es como si uno se tomara un veneno y esperara que  el  otro se muriera. Mientras no perdones, seguirás viendo a las personas y al  mundo desde tus heridas.  Al perdonar, te libras del dolor y libras al otro de  la capacidad de seguirte haciendo daño. En palabras de Henri Lacordaire: “¿Quieres ser feliz un instante? Véngate. ¿Quieres ser feliz toda la vida? Perdona”.

Perdonar significa optar por la vida, y puede significar la renovación para un ser humano, para una comunidad  e incluso  para un país. Perdonar es un acto de valentía de la persona   que quiere deshacer la fascinación del mal e incluso liberar al enemigo o al que ofendió de la esterilidad y el aislamiento.  No perdonar conduce a la incomunicación, la ausencia de relaciones, la rivalidad y el enfrentamiento permanente.

Perdonar es un acto de libertad que no hace suya la lógica de la rivalidad. Puede ser duro; pero no perdonar es igualmente duro, tal vez más aún. Un refrán chino dice: “El que busca venganza debe cavar dos fosas”. Perdonar no es minimizar los hechos diciendo que no importan. No es tampoco  renunciar a que se haga justicia. El perdón y la justicia pueden y deben andar juntos. El perdón no es un salvoconducto para obrar mal, ni significa que lo mal hecho no tenga importancia.  Perdonar es inventarse una nueva relación con las personas que han causado daño,  es salir de la cadena de la violencia. Sólo el perdón puede abrir un futuro auténtico  y generar nuevas relaciones. Ni la venganza ni la violencia pueden hacerlo. No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón, decía San  Juan Pablo II. La venganza es el final catastrófico de la política, así como la justicia encuadrada en el perdón es su comienzo fructífero.

 

 

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