Imaginada conversación con Luis Razetti
La beatificación del Doctor José Gregorio Hernández ha sido recibida con franca alegría por millones de militantes de la fe católica e intelectuales espiritualizados de nuestro país y de muchos países del mundo. Fue para los devotos del santo (porque para ellos ya era santo) un proceso muy largo, fatigoso, y en ocasiones exasperante, pero no se rindieron ante el largo bostezo de la jerarquía eclesiástica: le crearon un culto espontáneo permanente, incluso con frecuentes expresiones folkloristas, o mezclado con elementos de la hechicería, lo que originó un burdo comercio de pacotillas que no lo favoreció.
Frente a los millares de testimonios de milagros o favores que se le atribuyeron, el hermetismo o frialdad de la Iglesia sobre el asunto desembocó en una aseveración que se fue haciendo viral: A la iglesia no le gustan los santos laicos. Tampoco agregaron mucho al logro de la beatificación, los ensayos biográficos que destacaron de él, científico formado en acreditadas instituciones médicas europeas, la inquebrantable fe de un católico que buscó por varios caminos entregarse totalmente al ejercicio eclesiástico sacerdotal, con intento de ingreso a los cartujos.
No era posible dudar de la vocación espiritual del doctor José Gregorio Hernández ni de su rectísimo cotidiano ejercicio católico, a misa y comunión al despuntar cada día, ensimismado, sin el fariseísmo de la exhibición, íngrimo, sin arrastrar cofrades, para luego ir a visitar sus enfermos. En una época oprobiosa, sucia, se había convertido en ejemplo de virtud social útil encarnadamente ético, más si se piensa que para cumplir diaria y rigurosamente con esa tarea humanitaria, que lo conectaba directamente con el sufrimiento físico de los más necesitados, tenía que descender de las difíciles alturas de la investigación científica y la docencia universitaria, donde lo encumbraron su inteligencia excepcional y su sólida formación en Francia y Alemania, entonces iluminadas rectoras de la eclosión de la ciencia experimental (Pasteur, Koch, Matías Duval, Ramón y Cajal), en aquella Europa agitada por el debate entre el evolucionismo y el creacionismo, la incendiaria doctrina del positivismo encendido por Augusto Comte, el antagonismo bélico entre el materialismo marxista y el capitalismo liberal y el planteamiento de nuevos paradigmas filosóficos.
A nada de eso fue ajena la sed de información del muy joven doctor Hernández, pero nada de eso cambió su depurada espiritualidad. De allá regresó crecido como hombre de ciencia, maduro como ser social y fortalecido en su religiosidad trascendente.
La semana pasada, al volver sobre aquellos días, decidí conversar nuevamente con mi sabio maestro Luis Razetti. Como otras veces le encontré en mi biblioteca abierto al diálogo. Tras el respetuoso saludo de rigor, le recordé cómo no pudo él, ni sus compañeros de generación, incluso el casi hermano de Hernández, el inteligentísimo Santos Dominici, desviar a José Gregorio Hernández de ese camino que tenía, en cierto modo, el signo de Damasco. No lo hice en son de reproche, que hubiera sido grosera deslealtad hipocrática, sino para curarme la inquietud de si en más de un siglo de avances que a la luna llevaron al hombre y descifraron el genoma humano, en algo habían cambiado sus conceptos de entonces.
RAÚL: –Maestro Razetti, usted nos enseñó que en una fructífera relación humana la verdad debe prevalecer, en consecuencia excúseme lo que voy a decirle. Ustedes fueron unas lumbreras de la inteligencia, aportaron conocimientos nuevos a la enseñanza y el ejercicio de la medicina en nuestro país, fueron admirados y respetados, pero, más allá de la aristocracia del conocimiento donde ustedes actuaban, casi nadie supo lo que ustedes hacían. Desde luego que ese detalle, si se quiere frívolo, no demerita lo que hicieron, que fue muy importante, pero en nada cambió la miseria de la gente, continuó la bárbara represión política, la corrupción de los gobiernos siguió igual, y el espantoso atraso educativo y cultural en casi nada mejoró; ustedes fueron como fuegos fatuos, como exhalaciones, estallaron, marcaron un trayecto y se apagaron en el tiempo, y hoy, salvo algunos empeñosos historiadores de la medicina, muy pocos los recuerdan; José Gregorio Hernández, en cambio, hizo significativos aportes científicos iguales o parecidos, pero de ese pedestal que ustedes se construyeron, descendió para ir a socorrer las penurias de los más pobres, un trabajo limpio, bondadoso y extraordinariamente humanitario, y por eso la fantasmagórica pobreza crítica lo convirtió en santo, consagrándolo como el hombre más bueno en la historia de los venezolanos. Ustedes trataron de sacarlo de ese camino de santidad, ¿cuál es hoy su opinión?
El maestro Razetti tardó en contestarme. Le sostuve la mirada; aquella temible mirada que se adelantaba a lo que podían ser ironías muy agudas.
RAZETTI: –No es fácil –me dijo–. Lo comprendí muy tardíamente, al ver la entristecida Caracas asolada por su muerte trágica, aquel accidente absurdo que nadie quería creer. Participé conmovido en aquella multitudinaria manifestación de dolor. Entonces escribí lo que quedó como un epitafio: “José Gregorio Hernández es un maravilloso milagro de fe, bondad y pureza, y por eso el más respetable de los hombres que he conocido.”
RAÚL: –Interpreto que iluminado por la irrefutable aclamación de aquel gentío llorando, usted con esa frase reconoció que moría el médico para que se elevara el santo. Una frase, me disculpa, que le quedaba grande al ateo que usted siempre fue; el primero que en relación con él habló de milagros. Fue una reparación oportuna y justa, que a usted lo dignifica, porque sobre usted y sus colegas de generación, formados en el positivismo de moda, quedó la creencia popular de que trataron de ridiculizarlo…
RAZETTI: –Son muy duras sus palabras, pero las acepto… Digamos que fue un error de juventud; no nuestra adherencia al positivismo, una doctrina que en aquel momento despertó y estimuló inquietudes de progreso importantes, sino el negarnos a ver en el impoluto comportamiento moral y ético de José Gregorio, la grandeza espiritual que sí vio el pueblo llano tildado de ignorante… Fíjese que yo dije “maravilloso milagro”. Parece una redundancia. No lo es. Un milagro es algo excepcional, difícil de explicar, pero con basamento de posibilidad causal. Lo maravilloso es abrumadoramente insólito; sobrepasa no sólo la racionalidad, sino la imaginación creadora. A estas alturas, sigo pensando que lo de José Gregorio fue un milagro maravilloso para sí mismo, él fue su propia dolorosa y angustiosa construcción, pero le agrego el adjetivo irrepetible; dudo que pueda repetirse…
RAÚL: –¿Por qué no? La maldad parece estar inscrita en el ADN humano, una conexión con lo bestial, con el antiguo dragón, pero también la bondad. El humanismo utópico de Jesús sigue vigente, a pesar de las inmensas tragedias que a diario ocurren en todos los rincones del mundo; no hablo de Cristo, que es dogma, sino del Jesús de carne y hueso, que es posibilidad de una mejor humanidad, un intento, hasta ahora fallido, de humanizar al humano ser, no para merecer el Cielo, sino la Tierra… Lo que tanto mortificó el pensar de Emeterio Gómez después de renunciar al marxismo, que no aceptó como ciencia social, y al que calificó de ideología trasnochada. ¿Lo conoce usted?
RAÚL: —Como todos los positivistas, usted fue un racionalista intransigente, dado a lo inmediato y lo práctico, eso lo sabemos, pero ha corrido mucha agua bajo los puentes, no sé si se habrá dado cuenta de ello. En el caso de Emeterio Gómez, el que no sea rabioso militante del escepticismo, puede ver una luz de salida; quizás no como él lo plantea, con una vehemencia casi mística, pero en el sin sentido que parece augurar una catástrofe irreversible para la humanidad, una desprejuiciada reflexión pudiera echar una precaria tabla de salvación al naufragio. Y le mencioné a Emeterio Gómez, cuyo pensamiento comienza a tener relieve significativo, porque pienso que esa es la lectura que le debemos dar al mayúsculo fervor que ha despertado en Venezuela la beatificación de José Gregorio Hernández, entre católicos y ateos… Sí. Ateos como usted, maestro Razetti, algunos brillantes y de buen hacer; tengo amigos que se vanaglorian de su ateísmo, el que profesan casi con sentimiento religioso, pero que han visto la beatificación como una oportunidad para escuchar a la ensordecedora mayoría y canalizar el ejemplo del doctor José Gregorio Hernández hacia la búsqueda de caminos posibles hacia un mundo mejor para todos. Porque el sin sentido al que hemos llegado después del cuestionamiento del pensamiento de occidente y la muerte de Dios decretada por Nietzsche, parece ser un callejón sin salida, del que para escapar no es deseable abrirle un boquete con una bala, sea de plomo o figurada.
RAZETTI: –Tal vez no le puse la atención debida a los planteamientos del doctor Gómez. Me parecieron muy abstractos. Ilústreme.
RAÚL: –Él dice que la religiosidad es algo absoluto; la esfera de Dios, sin relación con nada. Una pura posibilidad de ser. Y que eso es imposible que lo capte la racionalidad. Pero volviendo a su grupo, ¿trataron de burlarse de José Gregorio, de ridiculizarlo?
RAZETTI: –En ningún momento. Más que un brillante colega, era nuestro querido amigo, a quien reconocíamos su grandeza de alma, pero su obstinada inclinación a lo religioso nos alarmó: ese camino lo apartaría de la ciencia, que para nosotros era fundamental para enfrentar el atraso de Venezuela. Nuestro país lo necesitaba como científico. Tratamos de disuadirlo, inventamos travesuras que lejos de afectarlo nos hicieron quedar muy mal; fracasamos, entonces lo obligamos a definir su posición en los claustros académicos. Allí fue diáfano: nos dijo Yo no refuto los postulados de la teoría evolucionista, pero yo creo en Dios, yo soy creacionista. Lo afirmó con humildad. Sinceramente, me sentí avergonzado; casi desnudo. Cerramos ese capítulo.
RAÚL: –Entonces, usted que era ateo, pensó que la progresiva transfiguración de José Gregorio era un milagro
El maestro Razetti largó una carcajada y me dijo:
RAZETTI: –No me venga con esa zarandaja… Si usted se presenta como discípulo mío, no puede creer en los miles de milagros o favores que se le han atribuido a José Gregorio, cuya insistencia en comprometerse cada día más con lo religioso, era evidencia de que no estaba conforme con su autoconstrucción espiritual; José Gregorio no se creía santo, por eso se confesaba y comulgaba todos los días, y como la verdad debe ir delante, me otorga la licencia para afirmar que la Iglesia tampoco creyó en esa milagrería, la toleró, como es su costumbre, pero hasta el año pasado no avaló ninguno… Y el que avaló, porque lo presentó un cardenal inobjetable… Bueno, está bien; lo avaló… ¿Qué resuelve eso? ¿Qué dice su amigo Emeterio de eso?
RAÚL: –Ah, maestro Razetti, usted no tiene compón, como todavía decimos por aquí; usted sigue con la ponzoña viva, y perdóneme el abuso de confianza: sin querer queriendo está tildando de acomodaticia a la Iglesia, que hoy no las tiene todas consigo… ¿Qué resuelve eso? Dentro del catolicismo tradicional acaba con la reseca solicitud de una feligresía que estaba llegando al borde de la negación y la rebeldía, porque la veneración por José Gregorio no nació por iniciativa de ella, sino por las gracias de miles de personas que en un momento de desvalimiento se sintieron favorecidas por él, sin mediación de esa Iglesia, y en no pocas ocasiones con oposición de ella, que cuando desde fuera de su seno se presentaba lo que podía ser el milagro que merecía la canonización, saltaba diciendo que el diablo había soltado la cola… No aceptó proposiciones salidas más allá de sus muros milenarios, pero estaba en su derecho. Si nos atenemos a palabras del Papa Francisco cuando habla de los “santos de al lado”, las dificultades radicaban en que José Gregorio era uno de esos santos de al lado, es decir del afuera de las órdenes de la Iglesia.
Razetti se quitó los quevedos, los limpió con el pañuelo perfumado que llevaba en el bolsillo de su paltó, y como si hablara en la Academia que fundó, dijo:
RAZETTI: –Los santos de al lado. Bonita frase. El Papa Francisco tiene buena puntería. Cuando leyó la postulación del cardenal Porras, estoy seguro que pensó: Este José Gregorio huele a oveja… Estoy esperando lo de Emeterio…
RAZETTI: –Bueno, creo que con la beatificación de José Gregorio, para Venezuela, para todos los venezolanos, se abre una gran oportunidad para reflexionar. José Gregorio sembró el ejemplo de que la ciencia es la búsqueda desprejuiciada de verdades penúltimas y no ideología compulsiva, lo que nos complace a quienes fuimos sus compañeros de generación; sembró al mismo tiempo un paradigma extraordinario: que la ciencia, el conocimiento en general, no debe regodearse indiferentemente en sí misma, sino darse en utilidad accesible para todos, e igualmente sembró la pertinente enseñanza de que la religión, que no colide con la ciencia, debe ir más allá de los rezos y golpes de pecho, para sentarse con humildad e inteligencia a escuchar a los otros para en comunión tratar de crear una sociedad más justa, más tolerante, de verdadero amor entre todos, en el Todo. ¿Está de acuerdo?
RAÚL: –Sí. Muchas gracias.