Yoani Sánchez
En 2010, el entonces presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva provocó una agria polémica al comparar a los disidentes cubanos con delincuentes comunes. Aquellas palabras, dichas una semana después de la muerte del opositor Orlando Zapata Tamayo, cobran hoy un nuevo significado a pocas horas de que el líder brasileño entre en prisión.
“Pienso que la huelga de hambre no puede ser usada como un pretexto de los derechos humanos para liberar a las personas”, aseguró aquel marzo de hace ocho años el otrora obrero metalúrgico. “Imagínense qué sucedería si todos los bandidos que están presos en Sao Paulo entraran en huelga de hambre y pidieran su libertad”, remachó de forma festinada.
Para Lula, el disidente que agonizó en una celda hasta morir no era más que un criminal que dejó de comer 86 días para presionar a las autoridades y salir de la cárcel. A pesar de lamentar públicamente su fallecimiento, en sus aseveraciones el mandatario se mostraba convencido de que la versión oficial sobre la muerte de Zapata era la verídica y que aquel albañil, nacido en Banes, no era un preso político.
Ahora es el popular sindicalista quien ha sido juzgado ante los tribunales de la justicia y de la opinión pública. Llegó hasta este punto no por protestar en las calles por la represión policial, como hizo Zapata, sino por corrupción y lavado de dinero. Desde la presidencia de su país traicionó la confianza de los electores al intercambiar favores, recibir sobornos y otorgar contratos a dedo.
Bajo la imagen de hombre humilde que ascendió al puesto más alto de una imponente nación como Brasil, Lula era en realidad un “animal político” acostumbrado a priorizar la ideología y a los viejos camaradas de ruta antes que el bienestar de su pueblo. Nada más instalarse en el Palacio de Planalto comenzó a crear su propio y robusto entramado de prebendas y fidelidades que ha terminado por estallarle en las manos.
En esa red de favores no solo estaban algunos de sus viejos camaradas del Partido de los Trabajadores, sino también regímenes vetustos como el de La Habana. Lula sirvió solícitamente a los hermanos Castro todo el tiempo que estuvo en la presidencia, una actitud que heredó Dilma Rousseff al sucederlo en el cargo.
Al Gobierno cubano los años del PT al mando de Brasil le supieron a panacea. Lula y Rousseff cerraron filas para apoyar a la Plaza de la Revolución en los foros internacionales, mantuvieron engrasadas sus tropas de choque para salir al paso de las críticas contra los Castro y financiaron el puerto de Mariel, en el que se implicó la corrupta transnacional brasileña Odebrecht.
En nombre de esos viejos favores, el régimen habanero ha salido este jueves con una nota firmada por el Ministerio de Relaciones Exteriores en defensa del expresidente y ha catalogado su condena como una “injusta campaña en contra de Lula, contra el Partido de los Trabajadores y las fuerzas de izquierda y progresistas en Brasil”. Lo ha hecho porque algunos corruptos pagan con apartamentos, otros con coimas y otros tantos con declaraciones políticas.
Es de esperar que los 12 años de prisión a los que ha sido sentenciado Lula puedan prolongarse mucho más en la medida en que los magistrados vayan encontrándolo culpable en otras causas que tiene pendientes. Su tiempo tras las rejas podría hacerse largo, tanto como para permitirle reflexionar sobre todo lo que ha dicho y hecho.
Quizás en las largas jornadas que le esperan mirando los gruesos barrotes, el expresidente pueda imaginar cómo fueron aquellos últimos días de Zapata, el joven albañil negro nacido en una pequeña localidad del oriente de la Isla que se negó a comer y a tomar agua para exigir su libertad. Aquel hombre, a diferencia de Lula, sí era inocente.