Pueblerías | EL LORO EPILÉPTICO | Por: Gonzalo Fragui

Gonzalo Fragui
Pepe, el loro de Marco Aurelio, era feliz. Tomaba café por las mañanas con el tío Carlos. Hacía su siesta por las tardes, como todos en la casa, y hasta compartía los aeróbics de la Tía Hercilia. Pepe se ponía de espaldas en el piso y estiraba sus patas hacia arriba y hacia abajo, como si estuviera pedaleando. Cada cierto tiempo le celebraban el cumpleaños, en fechas distintas y arbitrarias que Marco Aurelio escogía. Pepe apagaba las velas y se ponía a llorar para que lo abrazaran.

Pepe era el centro de atención. Comía con todos en la mesa. Era el primero en hacer visita cuando llegaba las vecinas, se subía en una especie de pupitre que Marco Aurelio le había mandado a hacer. Allí se sentaba y trataba de “echar carabina”, cruzar una pierna sobre la otra, y, aunque nunca pudo lograrlo, hacía reír a todos por su torpeza.

Por las tardes, cuando Pepe se sentía aburrido, salía de su jaula y Marco Aurelio lo agarraba por las alas y le cantaba “El Ratoncito Miguel”. Pepe silbaba, bailaba y luego se tiraba en el piso y daba vueltas mientras se carcajeaba de alegría.

Lo único que Pepe no soportaba era los lugares comunes. Cuando algún mentecato ponía cara de tullido y le decía “Lorito, dame la patica”, Pepe malhumorado se subía a su jaula y no volvía a salir hasta que no escuchara una frase inteligente.

Pero esa animal felicidad se vio perturbada cuando Augusto, el padre de Marco Aurelio, llevó un cajón grande de madera, con ojos que se movían para cambiar la música o las noticias. Un enorme radio Telefunkel, con una larga antena, un cable que se enchufaba en la pared y otro que daba a tierra.

Un día que exploraba aquella extraña caja, Pepe se montó en uno de los cables y su curiosidad se convirtió en estremecimientos y gritos. Tuvieron que correr a rescatarlo antes de que Pepe quedara electrocutado. Para revivirlo lo metieron en una lata vacía a la que golpearon por todos los lados.

A partir de entonces, sin necesidad de contactos con cables, Pepe entraba en temblores, se quedaba como en trance y caía al piso desmayado. Luego alguien lo metía de nuevo en la lata y le aplicaba la misma terapia de choque. Pepe revivía lentamente y, todavía atolondrado, lanzaba una mirada fulminante al cajón de la radio.

Así pasaron varios años. Todos se fueron acostumbrando a los estremecimientos de Pepe y a su extraña medicina. Pero un día, Augusto y Vidalina, los padres de Marco Aurelio, discutieron fuertemente y, entonces Augusto, para contentar a su esposa, le regaló un nuevo cajón de madera. Ahora no sólo salían palabras y música sino también imágenes. Una enorme caja con patas, a la que a veces había que golpear en la parte superior para detener unas rayas enloquecidas que pasaban con una prisa inexplicable.

Ya no volvieron a comer en grupo. La familia casi ni hablaba. Pepe pasó a un segundo plano. Ya nadie jugaba con él ni le volvieron a celebrar el cumpleaños. Nunca más le pidieron la patica ni corrían a auxiliarlo en sus desmayos verdaderos o fingidos.

Un día, muy temprano, el televisor informó de un pequeño teléfono que podrían llevar consigo todas las personas y que serviría para comunicarse desde cualquier parte del mundo. Pepe pensó que se trataría de un nuevo invento diabólico, así que recogió lo que pudo en un pañuelo, lo amarró a la punta de un palo, como en los cuentos infantiles que antes le contaban, se lo puso al hombro y, sin mirar para atrás, se marchó para siempre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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