J.-B. Boussingault, en sus “Memorias”, cuenta que en Ríosucio vivía un cura, el padre Bonafonte, quien era muy religioso y entregado a su comunidad. Podía recorrer grandes distancias para salvar a las almas de sus feligreses que no tenían nada con qué pagarle porque el curato era muy pobre. El misionero, que no recibía ni un peso del episcopado, en cambio lo daba todo.
Secretamente el padre Bonafonte tenía una buena fuente de ingresos, y de egresos. De las empresas que había ensayado, una sola había tenido verdadero éxito. Un burro reproductor, cuyo oficio era el de procrear muletos. El animal, que era horrible, con pelos largos y embarrados, ocupaba un pequeño cercado con todo tipo de hierbas, donde recibía a las yeguas que debía servir. Allí cumplía su oficio infatigablemente, y a veces fatigado. Si el flaco animal flaqueaba, le administraban unos garrotazos y en seguida comenzaba una carrera desenfrenada contra la yegua que huía. El asno insistía, a pesar de que a veces recibía su buena cuota de patadas antes de obtener la victoria. Las estadísticas aseguran que, mientras más patadas sufría, más logros alcanzaba. Su cuerpo estaba cubierto de cicatrices, como José Laurencio Silva que, en el momento en que lo fueron a enterrar, no tenía en su humanidad un lugar para una nueva cicatriz, pero por otras pasiones. Cuando el monaguillo tocaba las campanas, en horario que no hubiera misa, el cura Bonafonte alzaba los ojos al cielo, en agradecimiento. El burro había cumplido, una vez más, con los necesitados. El sacerdote recibía una piastra (cinco francos) por cada logro del burro y, en los buenos momentos, cuando se le daba maíz, el jumento podía producir hasta 12 piastras en un día, y todo era para los más humildes.
En Ríosucio todavía se recuerda con cariño a aquel burro que se sacrificaba por los pobres.
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