“El desarrollo con libertad es esencial para evaluar el crecimiento de una nación, este debe ser medido según el nivel de vida de sus ciudadanos y a su capacidad de ser libres”. Amartya Sen. Premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales 2021. Premio Nobel de Economía 1998.
Está ampliamente demostrado que la prosperidad de un lugar no depende de su tamaño, ni del clima, o de la dotación de recursos, el color de la piel de su gente, idioma, religión, si su pasado es glorioso o no, ni de su antigüedad. ¿De qué depende entonces que una comunidad, una sociedad o un país sean desarrollados o subdesarrollados? ¿Cuáles son los factores o procesos que conducen al éxito o al fracaso de una colectividad? Son preguntas que han ocupado a muchas personas e instituciones, sobre todo a partir de la Revolución Industrial cuando la diferencia del nivel socioeconómico entre distintos territorios creció de manera exponencial.
Desde las investigaciones de Adan Smith, Gunnar Myrdal y Schumpeter hace años, o las más recientes de Robert Putnam, Douglas North, Francis Fukuyama, Amartya Sen, Martha Nussbaum Elinor Ostrom, Daron Acemoglu y James A. Robinson, entre muchos otros, lo han puesto claro. En América Latina destacan los aportes Manfred Max-Neef, Antonio Elizalde y Martín Hopenhayn con su libro “El Desarrollo a Escala Humana”, así como los documentos del Centro Latinoamericano de Integración y Cooperación (CELADIC). El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo ha producido brillantes informes sobre el tema y como “Los Objetivos del Desarrollo Sostenible” de las Naciones Unidas, que apuntan en dirección a las respuestas a aquellas preguntas.
Diversos aportes a estos temas ha realizado la Iglesia Católica desde los tiempos de la Encíclica “Rerum Novarum” del Papa León XIII en 1891, pasando por Pablo VI en la encíclica “Populorum Progressio” y ese excelente documento del Papa Francisco “Laudato sí”, además de los valiosos aportes de las Conferencias Episcopales de América Latina, sobre todo sus Documentos de Puebla, Medellín y Aparecida.
Es necesario tener claro que el asunto no es simple, al contrario, su complejidad permite afirman que la situación de avance o atraso de una comunidad generalmente no tiene explicación en una sola causa, sino que apunta a una serie de factores y procesos, incluso algunos de carácter fortuito. Pero esos estudios tienen puntos en común y es eso precisamente lo que interesa valorar debidamente, de manera de estar más claros en cuales son los caminos que con mayor probabilidad conducen al éxito o llevan a la ruina.
Como punto de partida es válido afirmar que ningún lugar está condenado ni a ser exitoso ni a ser fracasado. Incluso en países pobres se dan casos de lugares exitosos, así como en países desarrollados se dan casos de comunidades pobres. También existen experiencias de sociedades exitosas que luego fracasan, o sociedades fracasadas que luego de un proceso adecuado alcanzan el éxito. Esto lleva al convencimiento que la responsabilidad de esos procesos virtuosos o malignos reside en la gente y en las instituciones que crean. En la inteligencia o en la estupidez de sus ciudadanos. O, hay que decirlo, en la capacidad de bondad o de maldad de sus líderes.
Estos autores demuestran con diversos estudios de casos que la prosperidad de los países exitosos depende de la fortaleza de sus instituciones, o del grado de confianza en la sociedad, el espíritu emprendedor de su gente y el ambiente para desplegarlo, de la cultura ciudadana, la seguridad jurídica, sistemas políticos pluralistas respetuosos de la diversidad que cuentan con una sociedad civil organizada. Son países donde existe democracia y libertad. Existen factores que generan “círculos virtuosos”, es decir espirales o “bucles” que se retroalimentan y crean más y más efectos positivos, que refuerzan los procesos de ascenso y bienestar.
Los países fracasan y se extiende la pobreza cuando sus instituciones económicas son “extractivas” es decir especulativas, corruptas y concentradoras de riqueza en unos pocos. Tienen sistemas políticos autoritarios y concentran el poder en manos de una élite que actúa casi sin restricciones. No existe confianza entre los diferentes actores sociales, es débil el Estado de Derecho y existen restricciones al ejercicio democrático y a la libertad.
Allí en estos países con esas carencias institucionales se producen los círculos viciosos o malignos, que actúan en sentido negativo, reforzando los mecanismos perversos que conducen al fracaso: autoritarismo, corrupción, desconfianza, especulación y otros males.
Los caminos de la prosperidad están claros. También los del fracaso. Aquellos países que optan por la libertad, la democracia, la apertura económica, el respeto a la propiedad privada con una transparente supervisión del Estado para evitar los abusos, la descentralización, la educación de calidad y otras políticas que promueven la innovación y el emprendimiento de la gente, van camino a la prosperidad.
Todas esas virtudes de confianza, participación organizada de la sociedad en los asuntos públicos, instituciones sólidas, la conciencia cívica y ciudadana, los valores éticos predominantes ejercicio responsable de la democracia y la libertad, se le llama “capital social”. Esos valores no son patrimonio hereditario de ningún grupo social, ni dotación natural de ningún lugar o país.
Son virtudes que se construyen, no con dinero, cabilla y cemento, sino con la palabra, tremenda herramienta de la cual todos los seres humanos estamos dotados. Maneras existen para hacerlo, técnicas apropiadas las hay y todas parten del saber escuchar y saber conversar, asunto mucho más complejo que construir un edificio. Se trata, al final, que el éxito o el fracaso de un lugar, una comunidad o un país, depende sólo de la calidad con la cual se traten entre sí sus habitantes.
Universidad Valle del Momboy