Por: Antonio Pérez Esclarín
Hablar de espiritualidad en la política puede parecer paradójico y contradictorio, pues hoy la política se concibe como lucha por el poder, como una confabulación de estrategias e intrigas perversas que se sostienen en las enseñanzas maquiavélicas de que todo vale, el fin justifica los medios, divide y reinarás; que permiten acceder, mantener y acumular poder. Por la otra parte, todavía son muchos los que conciben la espiritualidad como huida del mundo, como abandono de lo material, de las preocupaciones terrestres y temporales, para entregarse a las “cosas de arriba”, los asuntos de Dios, los bienes eternos, la vida futura, el más allá de la historia. En consecuencia, para una persona formada en la matriz cultural tradicional cristiana, la espiritualidad nada tendría que hacer con la política, excepto huir de ella. La espiritualidad, cuanto más lejos de la política, mejor.
Este desencuentro parte de dos concepciones completamente erróneas de lo que es la política y lo que es la espiritualidad. En su sentido original, política es la búsqueda y organización del bien común, el bien de todas las personas y de toda la persona, es decir su desarrollo más pleno e integral. La política auténtica entiende y asume el poder como medio esencial para servir, para buscar, más allá de las aspiraciones individualistas o de grupo, el bien de toda la sociedad, lo que posibilita la paz, la concordia social y las relaciones fraternales entre todos. La política es el ejercicio de un amor eficaz a los demás
A su vez, hoy se entiende la espiritualidad, que no necesariamente tiene que ver con las religiones, como energía vital, como esa parte nuestra no física que incluyen las emociones y el entusiasmo, la voluntad, el amor, el coraje, la determinación. Espiritualidad como actitud que pone la vida en el centro, que defiende y promueve la vida contra todos los mecanismos de estancamiento y muerte.
Si así son las cosas, es evidente que no puede haber espiritualidad sin política, ni política sin espiritualidad. La espiritualidad pura no existe, no se puede ser espiritual sin comprometerse con la vida, con la humanización de nuestro mundo inhumano. No puede haber espiritualidad apolítica. Sería una ilusión alienante, como históricamente lo ha sido muchas veces. Y para poder regenerar la política, superar esa politiquería mezquina en que se ha transformado, y arrancarla del poder de la economía, del dinero, de la tecnocracia , y de tantos espíritus mezquinos y egoístas y supuestos expertos sin corazón, que se han apropiado de ella, necesita recuperar su entraña espiritual. Se trata de espiritualizar la política creando una cultura que priorice el ser sobre el tener, y entienda el poder como servicio.
En esta necesaria articulación de espiritualidad y política necesitamos entender la espiritualidad como el camino político de la ternura, capaz de considerar la diversidad de culturas y rostros como riqueza, capaz de incluir también el rostro de la naturaleza, de los animales, de las plantas, de los ríos, los árboles y las montañas; en definitiva, el rostro de la vida misma. Espiritualidad como sabiduría del corazón que nos impulsa a amar a los otros y a comprometernos en la defensa de su dignidad y en su derecho irrenunciable a una vida digna.
Necesitamos recuperar la sabiduría de las naciones iroqueses que consideraban “la espiritualidad como la forma más alta de la conciencia política»,
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