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Poeterías | VINATERÍA PARA SOÑADORES | Gonzalo Fragui

por Redacción Web
07/05/2023
Reading Time: 5 mins read
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Por: Gonzalo Fragui
(El poeta ecuatoriano César Dávila Andrade muere en Caracas el 2 de mayo de 1967)
La noche anterior había sido pródiga en amigos y cervezas. A la mañana siguiente la sed atacaba feroz como un perro a la entrada de una cueva.
– Hace una sed como para matar un ángel, dijo el poeta César Dávila Andrade.
– La sed es el castigo del alma, respondió el narrador Alfonso Cuesta y Cuesta.
– Será el Chuchaqui o, como dicen acá, el ratón, la resaca, comentó uno.
– ¿Chuchaqui?, ¿de dónde sacaste esa palabra?, preguntó el otro.
– Quichua ha de ser.
Los dos escritores de Cuenca asistían a un encuentro de literatura venezolano-ecuatoriana, organizado en Trujillo por el poeta Carlos César Rodríguez, Decano de la Facultad Humanidades de la Universidad de Los Andes, quien a su vez hacía de chofer de los ecuatorianos.
Ya de regreso a Mérida, los dos escritores invitados empezaron una extraña disputa sobre quién tenía mayor cultura en las mieles de Ceres. La discusión tomó colores alarmantes. La mejilla derecha de Dávila Andrade se le puso dura y cruel. Salomónicamente, Carlos César propuso resolver el problema, dijo que se detendría en el primer bar o cantina para ver cuál de los dos era mejor catador, y se ofreció además a pagar las cervezas.
Efectivamente, cerca de Valera, Carlos César detuvo su carro y los tres escritores se bajaron. Dentro de la cantina, Carlos César explicó al dueño lo que se proponían. El cantinero dijo que tenía una buena variedad de cervezas, incluso algunas importadas, y de inmediato empezó el inédito certamen. Sin que los ecuatorianos pudieran verlo, detrás de un mostrador fue sirviendo las cervezas en vasos diferentes y las llevaba a la mesa donde los competidores esperaban ansiosos. Así pasaron varias rondas, cambiando de cerveza cada vez. Cuesta y Cuesta pidió que las suyas estuvieran calientes, por su enfisema pulmonar.
La competencia fue interrumpida por la súbita aparición de una traviesa y bella jovencita que se asomó a ver a los extraños clientes pero desapareció tan rápido como toda epifanía. Se trataba de la hija del cantinero, llevaba un pantalón corto y una pequeña blusa que apenas cubría sus hombros y sus jóvenes pechos, dejando descubierto el vientre. A César Dávila Andrade se le escapó un verso:
-El vientre de una mujer es un campo de trigo.
El silencio congeló la escena. Un momento mágico pero fugaz porque el cantinero, quien hacía de juez, llamó a los contendores a reanudar el líquido combate y, al ver que el poeta Carlos César no bebía, lo invitó.
– Tómese una, los dioses también beben.
El poeta se disculpó. Argumentó que él iba manejando.
Llegó la tarde y comenzó a llover pero la competencia continuaba. El cantinero sacó unos chicharrones para picar y mitigar el hambre, aunque los competidores estaban poco interesados en la comida.
Anocheció. El frío y la lluvia arreciaban. Los escritores de la competencia inevitablemente se emborracharon. Querían tomarse hasta un pequeño sifón de cerveza que había sobre el mostrador.
– Yo desearía un sifón como este pero grande y lleno de vino donde uno pueda hasta bañarse, dijo Dávila Andrade.
– Cuidaraste de los deseos, dijo don Alfonso.
No había nada qué hacer. De noche, con neblina y lluvia es un peligro manejar. El cantinero les ofreció hospedaje. Como era un hombre fornido, fue llevando a cada uno de los escritores catadores hasta una habitación con tres camas.
– Creo que no fue buena idea esta competencia, dijo el poeta Carlos César mientras pedía un teléfono para llamar a la casa en Mérida. De todas maneras quiso saber quién había ganado. El cantinero dio el veredicto. Ninguno de los dos había acertado ni un solo tipo de cerveza.
Carlos César sonrió. Suspicaz como la peritonitis, sabía que la supuesta disputa sólo había sido una treta para tomarse unas cervezas a costillas de él.
El interior de la taberna era un laberinto. Un camino conducía hacia los baños, otro hacia una bodega de licores, otro hacia las habitaciones de los huéspedes, y seguramente otros llevarían a la habitación del cantinero y a la de su hija. El cantinero dijo que se iba a dormir porque acostumbraba madrugar, apagó las luces, y el poeta Carlos César, resignado y sin sueño, se dirigió a la habitación donde ya sus dos colegas roncaban.
Los dos escritores ecuatorianos entonces sueñan el mismo sueño. Está oscuro. Sombras. Una chica desnuda, la hija del cantinero, se dirige a la cama de uno de los escritores, lo despierta, lo levanta, y se lo lleva hasta una habitación donde hay un gran sifón, similar al que tenía el cantinero en el mostrador, pero mucho más grande, sin tapa en la parte superior y lleno de vino. La chica desviste al escritor, suben por una escalerita y se introducen en el sifón. Se ve que ambos se sumergen completamente, luego ella hace una ceremonia, echa vino en la cabeza del escritor, como en un bautizo, le restriega la cara, el pecho, los hombros. Finalmente salen, se secan, el escritor se viste, y regresan a la habitación. La chica se dirige ahora a la cama del otro escritor y con él realiza el mismo ritual.
Al día siguiente, como para vengarse de la tarde anterior, la mañana empezó luminosa y con mucho calor. Los escritores despertaron con un extraño sudor.
Sus cuerpos olían a vino. El cantinero les interrumpió el delirio y los llamó para desayunar. Todos ansiaban ver a la chica pero ella en ningún momento apareció. Entonces pagaron, se despidieron y emprendieron de nuevo el camino.
Cuando se asomaron las primeras curvas del páramo los dos escritores cuencanos ya se habían quedado dormidos en el asiento trasero. Dávila Andrade sonreía no sólo con la mejilla izquierda, la buena. Empezó a hablar dormido. Soñaba. Éramos cinco… tres amigos y el pintor Paredes… había un matrimonio en el pueblo… teníamos comida para cinco días… y aguardiente para un año…
De pronto los escritores despertaron y no podían creer lo que estaban viendo. A la vera del camino, y a la misma velocidad del automóvil, iba caminando una chica, la hija del cantinero. Pidieron, suplicaron, al poeta Carlos César, que por el amor de dios se detuviera, pero el carro continuó su rumbo.
Los fantasmas en las carreteras conducen a los abismos…

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