Poeterías | BEBEDORES OCEÁNICOS | Por: Gonzalo Fragui

(Natalicio del poeta Edmundo Aray, 16 de noviembre de 1936)

 

Gonzalo Fragui

 

I

Los integrantes de El Techo de la Ballena, Hesnor Rivera, Hugo Batista, Adriano González León, Alfonso Montilla y Edmundo Aray, entre otros, bebieron asiduamente en un bar de San Bernardino, en Caracas, llamado «El Pacífico» pero cerraba a las 12 de la noche. Entonces Adriano decía:

– Camaradas, no nos queda otra alternativa que pasar el Canal de Panamá.

Todos comprendían que debían irse a otro bar que quedaba como a cuatro cuadras de allí llamado «El Atlántico».

Por eso se hacían llamar «Bebedores oceánicos».

 

II

La pregunta estaba en el ambiente. Edmundo Aray esperó que se añejara como un vino. En una Navidad, en Cartagena, Edmundo le explicaba a Gabriel García Márquez que El Techo de la Ballena había navegado en un mar de licores. También otros grupos literarios venezolanos. Sardio, por ejemplo, tenía un himno que decía:

Nosotros los viejos marinos

un barco de guerra construimos

pa beber y beber en el fondo del mar

porque ya no se puede beber en la tierra.

Edmundo no aguantó más y preguntó:

– Y tú, Gabo, ¿bebes cuando escribes?

– No. Yo cuando bebo, bebo, y cuando escribo, escribo, pero nunca bebo cuando escribo ni escribo cuando bebo.

– Y ¿por qué?, repreguntó Edmundo.

García Márquez respondió entonces como si estuviera finalizando una novela:

– Porque no mezclo licores.

 

III

Una noche, Rubén Monasterios invitó a Edmundo Aray a tomar cerveza en un bar en el barrio El Cementerio. Empezaron a tomar trago, cerveza y cerveza, y a conversar. Cuando ya estaban por cerrar, Rubén le preguntó a Edmundo que si tenía dinero. Edmundo le dijo que no, él suponía que Rubén tenía, ya que lo había invitado. Rubén entonces le dio estas instrucciones:

– Mire, poeta, salga lentamente hasta la puerta, que yo me voy al baño y resuelvo, pero, eso sí, cuando llegue a la calle eche a correr lo más que pueda y nos vemos en el cementerio.

Efectivamente, Edmundo caminó lentamente hacia la puerta. Al estar afuera corrió todo lo que pudo, y muerto del susto y de cansancio se escondió detrás de una tumba en el cementerio. Al rato escuchó gritos, maldiciones y gente que corría. Al fin apareció Rubén, como un alma en pena, que, jadeante, llamaba:

– Mundo, Mundito… soy yo…

Traía dos latas de cerveza que había pedido “para llevar”.

 

 

 

 

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