Gonzalo Fragui
Mariú acababa de llegar de los Estados Unidos y quería ver de nuevo la ciudad. Henriette, su hermana, la acompañó y le fue mostrando los cambios. Donde había una librería ahora vendían cerveza, donde antes tomaban café ahora ofrecían ropa íntima femenina. En esas estaban cuando se cruzaron con el
Conde Bleu. Henriette dijo en voz baja a su hermana que se trataba de un poeta.
– ¡Un poeta!- exclamó Mariú, juntando las manos y poniendo los ojos en blanco.
El poeta saludó galantemente y preguntó qué planes tenían para ese día. Ellas dijeron que ninguno.
– En ese caso las invito a un banquete.
– ¿Verdad?- preguntó Mariú- ¿Dónde, cuándo?
El poeta miró el cielo, consultó su reloj de cadena, y respondió:
– Hoy mismo, a las cinco, en mi palacio.
– ¿Y qué llevamos?- quiso saber Mariú.
– Un vinito estará bien.
Henriette dio un codazo con disimulo a Mariú, que ni lo sintió porque estaba maravillada con el poeta.
– Bueno, Ladies, las espero esta tarde en mi pent-house del edificio Albarregas. Eso sí, no me vayan a fallar.
– Noo, cómo se le ocurre.
El poeta se despidió amablemente y se marchó.
Henriette advirtió a su hermana que, según ella tenía entendido, el poeta no poseía fortuna alguna, trabajo conocido, ni mucho menos un palacio. Mariú dijo que la vida daba muchas vueltas, quién sabe si el poeta se había ganado la lotería o algún premio literario importante. Compraron la botella de vino y regresaron a casa presurosas para ponerse ropa apropiada para la ocasión. Cerca de las cinco de la tarde tomaron un taxi y buscaron la dirección que les había dado el poeta. Llegaron al edificio Albarregas, que estaba habitado fundamentalmente por estudiantes y ecologistas, y empezaron a subir las escaleras.
– Quién hubiera pensado que este edificio tuviera un pent-house- comentó Henriette.
Subieron todas las escaleras, llegaron a la azotea y se encontraron que allí lo único que había era el tanque de agua del edificio. Como no vieron a nadie empezaron a llamar al poeta.
– Señor Conde bleu, señor Conde bleu, yúju, somos nosotras…
De pronto, del tanque surgió la figura del poeta, quien se alegró de verlas.
– Han llegado ustedes en el momento oportuno para el gran banquete. Ah, pero veo que han traído vino, déjenme traer unas copas de cristal de Bohemia- dijo el poeta que se volvió a meter en el tanque.
Hubo un ruido de platos y latas dentro del tanque y luego regresó el poeta con varios pocillos de peltre.
– Disculpen, pero es que mi vajilla está sucia, al mediodía tuve otros invitados y le he dado el día libre a mis sirvientes.
El poeta abrió la botella, sirvió abundante vino, y preguntó a las chicas que si estaban preparadas para el banquete. Ellas dijeron un tímido sí ya que sospechaban que algo raro estaba pasando porque no veían mesas servidas ni olía a comida por ninguna parte. El Conde las abrazó, se colocaron los tres frente a la Sierra Nevada, y el poeta exclamó:
– Disfruten de este banquete de atardeceres, de esta ensalada de verdes, de estos frutos crepusculares, con agüita que baja de la montaña, como el verso del poeta Ramón Palomares.
Las muchachas se miraron y salieron corriendo escaleras abajo sin poder aguantar la risa. El poeta mientras tanto seguía enumerando las delicias:
– De aperitivo tomaremos un ligero licor de cínaros y de postre un helado de frailejón con miel de abejas y díctamo real.
Cuando el poeta se dio cuenta que se había quedado sólo, escanció otro trago de vino y pensó para sus adentros:
– Debe ser que no le gusta la comida vegetariana.