Examinando el título escogido para este artículo, ustedes se preguntarán ¿Se le perdió o le robaron una imagen religiosa, una estatuilla, o algo similar? Les informo que ese no fue mi caso, por lo demás, hasta donde yo sé, no existe un santo con mi nombre, por cierto, yo tampoco lo soy. Lo más cercano a esta afirmación es la de un personaje con barba y barrigón que en USA es conocido como Santa Claus, en algunos países es llamado San Nicolás y en otros le dan el nombre de Papá Noel. Para no continuar elucubrando, voy a suministrar algunas pistas para luego aproximarme a la conclusión del porqué escogí, el citado título. Hasta hace muy poco, en Venezuelandia, donde todos éramos tan felices, que este sentimiento pasaba desapercibido, existía la tradición de que, los comerciantes regalaran a sus clientes a finales de cada año, un catálogo de mesa o de pared que contenía, cada uno de los días del año siguiente. Este sumario era conocido con el nombre de: calendario o almanaque.
El almanaque, además de marcar los días, contenía datos astronómicos, como salidas y puestas del Sol, y algo muy importante para los creyentes: el Santoral, que es una lista de santos cuya fiesta se celebra en cada uno de los días del año. A partir de este hecho, se desarrolló en los caseríos venezolanos una amplia tradición. Cuando nacía un niño, aun sin que la comadrona le cortara el cordón -antes las madres daban a luz en sus hogares- los familiares corrían a buscar en el calendario, el santo correspondiente al día, y ese era el nombre que le colocaban al neonato. Por solo citar un ejemplo, el 19 de marzo, corresponde a la festividad de San José, en consecuencia, todos los niños que venían al mundo en esa fecha, les ponían el nombre de José, Josefa o Josefina, según su género.
Con el transcurrir del tiempo, el término “santo” pasó a ser sinónimo del nombre propio de la persona, hasta tal punto que, en el Trujillo de mi época, no era muy extraño que algún desconocido, te preguntara ¿Cuál es tu santo? Obviamente quería averiguar cuál era tu nombre. Con la información aportada hasta ahora, pretendo establecer una primera precisión, la cual me servirá, en las líneas subsiguientes, para continuar despejando el enigma planteado. Para que sigamos el hilo, reitero, me he aproximado a una primera conclusión: santo es igual a nombre o viceversa.
Ubicado el segundo término de la ecuación, trabajemos ahora para ubicar el primero: la pérdida. Se ha convertido, casi, en una leyenda urbana, repetida de boca en boca que cuando una persona cumple los sesenta años, automáticamente, pierde su nombre. Esto guarda relación con el tratamiento que los medios de comunicación dan a las noticias relativas a las personas de una determinada edad. Su relato es más o menos el siguiente: hoy ha ocurrido un hecho lamentable, en la avenida Batatal, cruce con la calle el Jobo, ha perdido la vida un “Sexagenario”, como consecuencia de un arrollamiento vehicular. Al ver esta información, al lector le queda claro que el pobre infeliz, no solo perdió la vida, sino también el nombre que lo distinguía de entre sus pares.
Me corresponde ahora igualar la ecuación a cero: nombre es igual a santo y sexagenario es igual a pérdida de nombre. Hechas estas dos aclaratorias debo confesarles que este 20 de mayo de 2019, cumplí sesenta años, en consecuencia, para los medios de comunicación mi nombre ya no es Noel. Pasé a integrar esa inmensa legión de seres humanos, a quienes eufemísticamente llaman “tercera edad”, en un inútil intento por edulcorar los tan vilipendiados términos: viejo, anciano o maestro, como nos llaman algunos jóvenes. Empieza para mí una nueva etapa, en la cual, la acción de los órganos dará paso a la reflexión y al verbo, por lo tanto, decreto que, a partir de ahora, ejecutaré mucho lenguaje y poco trote.