Mientras más reflexiono acerca de las grandes verdades de nuestra fe religiosa, más me maravillo de su significación y trascendencia.
El domingo pasado celebramos la venida del Espíritu Santo. Domingo de Pentecostés. Llega a su plenitud el tiempo pascual. Hace cincuenta días celebramos con gozo y con enorme alegría la resurrección del Señor. Hoy celebramos la madurez y el cumplimiento definitivo de la Pascua. Jesús resucitado nos cumple su promesa y nos envía al Espíritu Santo, el paráclito, el consolador.
Mientras más reflexiono acerca de las grandes verdades de nuestra fe religiosa, más me maravillo de su significación y trascendencia. El domingo, en la celebración de la fiesta de Pentecostés escuché una preciosa oración que es todo un programa de vida y de acción para todos los cristianos. Quisiera compartirla con ustedes con la ilusión de que cada persona que lea estas líneas pueda experimentar los mismos sentimientos de alegría y de esperanza que me invadieron a mí.
Dice la oración: “Para que podamos amar a todos los seres humanos con generosidad, sin distinciones, sin hacer diferencias entre las personas”. Tomemos un nuevo aire y volvamos a leer esta frase antes de pasar a la próxima. Reflexionemos con calma en el profundo significado que tiene.
“Para que nos convirtamos al evangelio y viviendo el mandato del amor transformemos nuestra sociedad”. Clarísimo. Es una invitación a transformar el mundo y a Venezuela desde la perspectiva del amor.
“Que se amen los unos a los otros, en eso reconocerán que son mis discípulos”. ¡Qué maravillosa tarea construir una nueva sociedad fundada en el amor y no en el odio. En la justicia y no en la venganza. En la paz y no en la violencia ni en la guerra.
“Para que en nuestro mundo sea realidad la convivencia, el respeto, la fraternidad y el amor desinteresado”. ¡Qué belleza! Suena demasiado bello para ser posible. Pero vale la pena luchar por ese ideal.
“Para que los cristianos seamos instrumentos efectivos para la evangelización, testigos de tu verdad y signo de la esperanza que no defrauda”. En otras palabras, ¡qué bueno sería que los cristianos fuéramos cristianos!
“Para que podamos erradicar del mundo el egoísmo, la envidia, el rencor y la discordia de las familias y la injusticia contra los pueblos”.
“Para que seamos dóciles a la acción de Dios en nuestras vidas y dejemos que Él viva en nuestros corazones”.
Envíanos al Espíritu Santo.
Seguiremos conversando.
Eduardo Fernández
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