Por: Antonio Pérez Esclarín / pesclarin@gmai.com
En general, la exclusión escolar reproduce y consolida la exclusión social. Son precisamente los alumnos que más necesitan de la escuela los que no ingresan en ella, o los que la abandonan antes de tiempo, sin haber adquirido las competencias mínimas esenciales para un desarrollo autónomo, para una convivencia democrática y para insertarse productivamente en la sociedad. Las escuelas de los pobres suelen ser unas pobres escuelas que contribuyen a reproducir la pobreza. Si a todos nos parece una monstruosidad que los hospitales cierren sus puertas o envíen a la casa a los enfermos más graves o que requieren atención o cuidados especiales, todos aceptamos sin problemas que los centros educativos dejen fuera o en el camino a los alumnos más necesitados y problemáticos y se vayan quedando sólo con los mejores.
Pero el problema de la inclusión es mucho más complejo de lo que se nos quiere hacer creer, y un verdadero reto en Venezuela, dado el estado lamentable en que se encuentra la educación. La verdadera inclusión implica, en primer lugar, no sólo incluir a los numerosos niños y jóvenes que no van a la escuela o la han abandonado, sino retenerlos en el sistema educativo el mayor tiempo posible para que no lo abandonen. Esto va a suponer implementar una pedagogía activa, creativa, colaborativa, productiva y del amor y la ternura , para que los alumnos se sientan a gusto estudiando, desarrollen el deseo de aprender permanentemente y palpen la utilidad y pertinencia de sus estudios. Este es el sentido del tan cacareado principio de “educar para la vida” y no meramente para continuar en el sistema educativo.
En segundo lugar, la inclusión implica también proporcionarles a todos los alumnos las competencias esenciales para que se integren humana y productivamente en la sociedad y puedan continuar aprendiendo por su cuenta, pues si no, si son promovidos sin los aprendizajes esenciales o sólo tienen títulos y no una buena formación o capacitación para valerse por sí mismos e integrarse positivamente al mundo laboral, la sociedad va a excluirlos posteriormente. Puede resultar profundamente excluyente y a la larga muy frustrante, regalar títulos sin las exigencias académicas requeridas, títulos que no garantizan las competencias y saberes necesarios para seguir estudiando o ejercer una profesión adecuadamente.
En tercer lugar, la inclusión implica dotar a los alumnos de una sólida formación ética y ciudadana para que se conviertan en incluidores de todos: tanto de los que piensan como ellos como de los que piensan diferente; incluidores que trabajan por un mundo donde nadie sea excluido del derecho a una vida digna, es decir, comprometidos con la transformación social. Sería muy trágico y una evidente contradicción, incluir con la intención de formar excluidores, es decir, formar ideológicamente a los alumnos para que rechacen a los que son o piensan diferente..
De ahí la necesidad de practicar la discriminación positiva, es decir, privilegiar y atender mejor a los que tienen más carencias y problemas, para así compensar en lo posible las desigualdades de origen y evitar agrandar las diferencias. Esto va a exigir, sobre todo en las escuelas que atienden a los más necesitados, jornadas de trabajo más extensas y más intensas; dotación de buenas bibliotecas y utilización creativa de ellas; comedores escolares no como fines en sí mismos, sino como medios para favorecer el aprendizaje; salas tecnológicas y programas y capacitación adecuada de los docentes para que utilicen las nuevas tecnologías como recursos para el aprendizaje; talleres y laboratorios que favorezcan la pedagogía activa y la investigación; canchas deportivas amplias y buenos programas de educación física y deportes; lugares para estudiar e investigar con comodidad; actividades extraescolares atractivas y grupos culturales, deportivos, de música, de trabajo social, de apostolado… La experiencia demuestra que, para promover la calidad, no es suficiente la dotación de recursos (incluyendo los textos y las computadoras) o proporcionar alimentación a los alumnos sin una transformación de la pedagogía y una reorientación de las actividades y tiempos escolares.
La inclusión va a exigir, sobre todo, trabajar para lograr los mejores maestros y profesores, con vocación de servicio, orgullosos de su profesión, con expectativas positivas de sí mismos y de cada uno de sus alumnos, motivados y que disfrutan enseñando. Educadores en formación permanente, ya no para engordar currículos, sino para desempeñar mejor su labor y servir con mayor eficacia a los alumnos, sobre todo a los más carentes y necesitados, capaces de impulsar una pedagogía que promueva la motivación, autoestima y deseos de aprender. Por supuesto, para hacer esto posible, los educadores deben ser reconocidos y remunerados de acuerdo a la importancia transcendental de su labor. Con sueldos de miseria, no va a ser posible tener educadores motivados, entregados y bien formados.
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