Por Carolina Jaimes Branger
Para ustedes, a quienes tal vez nadie les escribió una carta. Para ustedes, que no tuvieron hijos por cuidar los hijos de otros. Para ustedes, que iluminaron mi infancia con su presencia, su dulzura y su sencillez. Para ustedes, almas puras que a pesar de haber sufrido, padecido carencias y pasado trabajo, siempre fueron fuentes de amor.
Para ti, querida Tatá, que nos sentiste tus nietos porque éramos hijos de mi mamá, la solitaria niñita que te entregaron para que cuidaras, porque mi abuela siempre tenía jaqueca. Para ti, que llenaste de amor su vacío, que le diste seguridad y compañía. Para ti, que te sentabas como un fiscal al lado de nuestras cunas y que más tarde, ya viejita, venías a mi cuarto atendiendo mis gritos de “¡Tatáaaaaa, apúrateee!” y llegabas con toda la rapidez que la precariedad de tu caminar lento te permitía. Nunca te dije cuánto agradecí que te sentaras al lado de mi cama y me agarraras la mano hasta que finalmente me dormía, aterrada por la bruja de Blancanieves, la del Niño Mago o de cualquier otra bruja o monstruo que usualmente aparecía a la hora de dormirme. No sé cuántas horas pasabas sin moverte, esperando que mi sueño profundo finalmente soltara tus dedos. Para ti, mi querida Tatá, que me regalaste una Barbie porque sabías que me gustaban, aunque pensabas que “eran las muñecas más feas del mundo”. Para ti, que nos acompañabas a almorzar cuando todavía no nos sentábamos en la mesa de “los grandes”. Para ti, que nunca quisiste ser una carga para nadie, cuando habías cargado con todos nosotros.
Para ti, querida María, que nos preparabas la avena más deliciosa que jamás hayamos comido. Para ti, que nos hacías “periquito” con los huevitos criollos de tu gallinero y jamás permitiste que mi mamá te los pagara. Para ti, que nos hacías reír a carcajadas cuando “guillotinabas” el queso blanco con el cuchillo, a pesar de las constantes quejas de mi abuela, o cuando te negaste a creer que el hombre había llegado a la Luna porque te asomaste en el patio, viste al cielo y sentenciaste que “ahí no había nadie”. Para ti, mi querida María, que fuiste una mujer tan trabajadora y sobre todo, tan honesta. Para ti, que criaste a tus sobrinos para que fueran hombres y mujeres de bien. Para ti, que nos servías la comida y estabas pendiente de que nos comiéramos todo y hacías pasar pena a nuestros amigos cuando les golpeabas la espalda y les decías con autoridad: “¡sírvase!” ¿Alguna vez te dije que a mí también me hiciste comer cosas que no me gustaban? No sabes cuánto me alegra poder haberte dicho cuánto te quise. Aún recuerdo los abrazos apretados que les dabas a mis hijas cuando íbamos a visitarte.
Para ti, querida Cheché, mi negra adorada, buena, divertida. Para ti que fuiste la mejor compañera de juegos porque jugabas como una niña… Ahora me doy cuenta de que nunca dejaste de serlo. Para ti, que habías comprado la blusa “al lado de donde habías comprado la falda” y la falda “al lado de donde habías comprado la blusa”. Para ti, que preparabas las comidas más divinas pero cuyas recetas te llevaste contigo porque jamás pudiste dar una. Y es que una gelatina, querida Cheché, no lleva “una sopera de azúcar”. Para ti, que te ponías perfume cuando te iban a tomar una foto. Para ti, que nos dejabas curucutear tu cuarto, y hasta tocar la foto de Jorge Negrete, aunque nunca te creímos que era tu novio. Para ti, mi querida Cheché, que inventaste el juego más divertido que niño alguno haya jugado, aquél que se llamaba “escoba, escoba”. Para ti, que pedías que te enterraran en una urna blanca “porque las urnas negras eran para los muertos”.
Y esta carta también es para ti, querida Adilia. Porque tú nos acompañabas a las piñatas cuando no teníamos cargadora y siempre conseguías extra tequeños. Para ti, que hacías los chorizos más divinos y los roast beefs más detestables. Para ti, que siempre estabas pendiente de que nuestro perro comiera. Para ti, que traías “de la calle” los cuentos más insólitos que habíamos escuchado. Para ti, mi querida Adilia, que jamás me acusaste las veces que lancé tierra en la comida que tú estabas preparando y que siempre me regalabas ingredientes para mis tempranas incursiones culinarias. Para ustedes, Tatá, María, Cheché y Adilia, porque forman parte de los recuerdos más bellos de mi vida.
Para ustedes, que me enseñaron que los nexos más fuertes que existen no son los nexos de la sangre, sino los nexos del espíritu.
Para ustedes, a quienes quise, quiero y querré siempre,
Carolina.