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PALABRAS DE RAUL DIAZ CASTAÑEDA EN EL HOMENAJE DEL ESTADO TRUJILLO AL CARDENAL BALTAZAR PORRAS

por Raúl Díaz Castañeda
05/08/2025
Reading Time: 10 mins read
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PALABRAS DE RAUL DIAZ CASTAÑEDA

EN EL HOMENAJE DEL ESTADO TRUJILLO AL CARDENAL BALTAZAR PORRAS

 

 

Querido Baltazar Enrique Porras Cardozo:

Permítame hoy llamarlo así, por su nombre de pila, única vez en mi vida, no por irrespetuosa confianza, sino valiéndome de un modesto privilegio de mayorazgo, pues soy, en edad, una década mayor que usted, y porque se me ha otorgado el honor de decirle, a nombre de la sociedad civil de nuestra región, que más que como Cardenal con una larga historia de méritos, lo recibimos como amigo, y usted bien sabe, por estudioso de nuestra historia nacional, que la amistad es preferible a la gloria, así lo dijo el Libertador en 1827. Esto, aquí, es un fuerte, emocionado, cariñoso, sincero y agradecido abrazo amistoso sin reservas para usted.

Todos los que estamos aquí, creyentes la mayoría, pero también respetuosos y ponderados no creyentes, al hablar del doctor José Gregorio Hernández, nuestro Santo trujillano por aprobación de la Santa Sede, tras un largo proceso en el que la incansable intermediación de usted, como cardenal venezolano, fue fundamental, coincidimos en que esa vida, que se dio para muchísimos en ciencia y creencia, desde su consultorio de médico de los pobres hasta la austera rigurosidad de la Cartuja, no solamente fue admirable e indiscutiblemente excepcional, sino de santidad altísima. Amor sin condiciones al prójimo.

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La santidad no es congénita. Es un logro sagrado, glorioso, superior a la perfección moral. Muy difícil de alcanzar, porque exige una exhaustiva depuración de la condición espiritual, casi siempre contaminada con los excesos de los efímeros gozos de la sensualidad, hasta que no quede en ella ningún residuo vulnerable, lo que Teresa de Ávila, doctora de la Iglesia, llamó las moradas del Castillo Interior, una de las lecturas incansables de José Gregorio Hernández.

 

La santidad es una gracia

Pero la gracia, pienso, no es la santidad en sí. La gracia es la posibilidad iluminada de ver el camino que trasciende lo puramente existencial. La gracia, en este sentido, es una revelación por encima de lo perceptible sensorial que nos relaciona con la naturaleza y nos integra a ella, con la misma categoría ecológica de las criaturas silvestres, el mar, las montañas y los elementos atmosféricos. Una revelación que no es de palabras, sino íntima convicción de que la vida humana, en la vastedad infinita del universo, tiene un sentido superior, una dignidad irrenunciable; el vislumbre de que formamos parte de un proyecto que está fuera de nuestra inteligibilidad.

Nos lo advierte Tomás de Kempis en su famoso libro, el más leído después de la Biblia, La imitación de Cristo: “Las palabras no hacen santo y justo al hombre, pero la vida virtuosa lo hace caro a Dios. Deseo de sentir la compunción, más que la definición… Si supieses de memoria toda la Biblia y todos los dichos de los filósofos, ¿de qué te valdría todo eso sin la caridad y sin la gracia de Dios?”. Esto me remite a una incómoda frase del aggiornamento del papa Francisco: “Prefiero un ateo bueno, a un creyente malo”, severa crítica al fariseísmo, a la hipocresía de la doble moral de los muchos que se exhiben como creyentes.

Después de conocer la entereza de José Gregorio Hernández en el lodoso medio donde vivió, pienso que podemos aceptar que su gracia fue el convencimiento de que es posible darse a la virtud trascendente y a la bondad útil, expurgando los deseos imperativos generados por el cerebro reptil que todos llevamos como una maldición filogenética, la bestia que describe el científico de la Nasa, estudioso del pensamiento, Carl Sagan, en su libro Los dragones del Edén, que recibió el Premio Pulitzer. El dragón de San Jorge, metáfora dramática que en xilografía perfecta dibujó Alberto Durero, el artista más relevante del renacimiento alemán.

Una gracia excepcional, pero posible, para elevarnos muy por encima de lo racional de la ética concertada por la suicida sociedad secularizada, en el relajado relativismo de las costumbres y los cambiantes, y con harta frecuencia burlados, dictados de las leyes, que sobrenadan asfixiados en el sumidero cloacal de nuestro tiempo, al que el Premio Nobel 1972 Heinrich Böll etiquetó como “época de la prostitución”. Una lepra que hoy enferma todos los países del mundo, sin distinción de idiomas, etnias, ideologías, niveles sociales, confesiones religiosas, categorías del conocimiento y ubicaciones etarias. Casi que hemos llegado a un sálvese quien pueda en alguna isla de cordura. Sociedad planetaria negadora del compromiso moral de salvar para todos la casa común que dijo Francisco en Laudato si, réplica del Cántico de las criaturas, del otro Francisco, el de Asís, que cruzando casi mil años, reclama a esa sociedad un comportamiento ético y moral más elevado, no el que proclama la banalidad de la existencia para entregarse enloquecida a la cultura del espectáculo, el consumo obsceno, los paraísos artificiales, la mentira institucionalizada, el hedonismo, la sexualidad sin amor y en expresiones grotescas, la codicia, la crueldad esquizofrénica o paranoica, el armamentismo, las tecnologías insubstanciales, la indiferencia de la ciencia ante lo que no se ciña a sus postulados epistemológicos y el Poder en coyuntas mafiosas con el crimen organizado. Nuestro milagroso pequeño planeta azul se ahoga en miedo e infelicidad. Y en soledad, una soledad idiotizada por los teléfonos celulares y, pienso, empeorará la Inteligencia Artificial.

José Gregorio Hernández recibió esa gracia. La vivió en agonía unamuniana, en sentido de lucha; en heroicidad espiritual. Pero no fue como otros santos. No como

 

Pablo de Tarso o Agustín de Tagaste, incluso no como el seráfico Francisco de Asís. José Gregorio Hernández no fue, como ellos, un converso. El camino de su santidad, que califico de profundamente humana para que sea imitable, se le iluminó desde su niñez, en el religioso ambiente de su familia. Su gracia fue ver claramente desde el principio en Isnotú, su aldea yerma y raquítica, en intemperie xerófila, que somos criaturas débiles a la llamada de las tentaciones, que no estamos exentos de errores, pero que al caer podemos levantarnos, y darle un sentido a la vida, que a veces nos parece sin sentido, y asirnos a la fe de que es posible la salvación, pero no en el más allá, tan difícil de entender, sino en el más acá, en nuestra confusa y atribulada inmediatez, en relación de prójimo. Propuesta fundamental de Jesús de Nazaret, el personaje histórico que más admiro, a quien el escritor ateo Giovanni Papini, en conversión tardía, en su Historia de Cristo, editado en 1921, nos lo muestra en un esplendor terrenal milagroso. Insisto en lo terrenal para tratar de comprender y aceptar lo que ha sido llamado religiosidad laica, en la que sin hacer de la trascendencia un absoluto, con una fortaleza moral y ética, se puede ser también socialmente bueno, ejercer un amor de prójimo, sin tanta palabrería huera.

En ese camino la duda ensombrece, y causa sufrimiento. Porque no podemos eludir el problema de la muerte. La duda es un riesgo enorme para la fe, que no puede ya sostenerse en la ingenuidad, que no es inocencia. A estas alturas de la posmodernidad, la fe del carbonero no tiene cabida. La fe de nuestro tiempo no puede eludir el desafío de la duda, pero para defenderse tiene un argumento, a mi juicio, irrebatible: la ignorancia, que, a mi juicio, nunca será aclarada, del origen del Universo. Ese misterio terrible que se nos viene encima en el silencio de las noches estrelladas. Entonces, a mi juicio, resulta válida la afirmación de José Gregorio Hernández en su ensayo de 1912, Elementos de Filosofía: “La inteligencia humana está sedienta siempre de ideal divino”.

Su vida religiosa fue una virtuosa callada entrega a la bondad sin tacha para todos. Pero no predicó su fe. Ni se dio como ejemplo, que lo fue, y en grado superlativo. A nadie le dijo “Sígueme”, entre otras razones, pienso, porque nunca estuvo seguro de su invulnerabilidad espiritual, que hubiera sido soberbia. Pero cuando defendió su fe en la Academia positivista, lo hizo con una seguridad tan clara y absoluta, que calló a quienes lo esperaban para apabullarlo con sus argumentos cientificistas. Su ponencia allí fue rigurosamente científica, pero respaldada con una digna serenidad. La explicó al final de su vida: “Si alguno opina que esta (mi) serenidad, que esta paz interior de que disfruto a pesar de todo, antes que a la filosofía la debo a la Religión santa que recibí de mis padres, en la cual he vivido, y en la que tengo la dulce y firme esperanza de morir: le respondería que todo es uno.” Frase extraña, que trata de explicar la Totalidad del Universo.

José Gregorio Hernández fue santo que cantó y tocó con buen oído instrumentos musicales y vistió con elegancia y escribió bonitas cartas y textos literarios de magnífica prosa. Conversador de altura. Un santo en perfecta armonía con la terredad, con las pequeñas cosas agradables de la existencia. No propuso como expiación la tristeza. La santidad no tiene por qué ser triste.

Ejerció la medicina curativa con sabiduría, ética y compasión, y la ciencia experimental, con los novísimos conocimientos que recibió en prestigiosas universidades europeas de su tiempo, y nutrió su espiritualidad en difíciles lecturas sagradas y filosóficas, que lo distinguieron como maestro en la teología racional o teodicea. Pero para él, inteligencia superior cultivada en las atmósferas de la sabiduría racional, la ciencia, de la que en Venezuela fue un adelantado, era una verdad penúltima y, como todo lo humano, falible. La última era la sagrada dictada por el Misterio de lo trascendente, lo que hoy la neurociencia llama supra conciencia, que no somos dinosaurios que ascendieron a un desarrollo superior en la cerebración, sino que obedecemos a un designio inmanente que no sabemos exactamente qué es, pero que alumbra en las oscuridades del alma.

Dignísimo Cardenal Baltazar Porras:

Me parece que a la Iglesia católica no le son cómodos los santos laicos. Es un concepto personal. Lo pienso por las tantas trabas que se pusieron a la beatificación de José Gregorio Hernández. Una exaltación pedida por millones de personas que dieron fe de haber recibido favores por medio de su intercesión. Ejemplo de vida virtuosa útil necesario en una sociedad desmoralizada y anómica. Es un concepto personal, repito. Si no es así, entonces tómelo como una impertinencia, y me la excusa. Pero adhiero lo que al ateo ensayista magistral Umberto Eco, le dijo el eminente Cardenal Carlo María Martini, en el famoso diálogo de la revista italiana Liberal, en 1995:

“La ética establece un elemento esencial de la condición humana, que a todos afecta. En ella, sea laica o trascendente, emerge una esfera fundamental del significado de la vida, en la que se patentiza el sentido del límite, de los interrogantes, de la esperanza, del bien.”

El problema reside, pienso, en que los pensadores filosóficos no han podido ponerse de acuerdo cuando se les pregunta ¿Cuál es la Verdad? Una Verdad, pienso, en la que usted, respetado Cardenal Porras, y yo, sé que coincidimos.

Más de cien años le costó a la Iglesia Católica Romana, reconocer esa extraña santidad laica de José Gregorio Hernández, amalgamada en ciencia experimental, sabiduría racional, dignidad trascendente y Virtud heroica, una santidad que veían no solamente sus colegas ateos de la Academia, los intelectuales desprejuiciados, los dueños del dinero y sus alumnos de la universidad, sino la opaca gente del común, el rebaño, centenares de gente atribulada por el abandono y las incertidumbres, y los agradecidos numerosísimos enfermos a quienes curó o consoló, sin engreimientos ni segundas intenciones. Una creciente y desbordada devoción que se manifestó el día de su muerte trágica, y que desde entonces fue creciendo hasta que usted en Barinas, Su Excelencia Cardenal Baltazar Porras, sensibilizado por el clamor histórico vigente de miles de fieles en varios países del mundo, tras varios años de búsqueda encontró el milagro que aceptó el Dicasterio para las Causas de los Santos, de la Curia Romana, y aprobó el controversial papa Francisco. Me parece oír a Francisco frente a usted, Cardenal Porras:

–¡Sí, José Gregorio Hernández es Santo!

Así lo vio también Luis Razetti, su amigo ateo y, con él, fundador de la Academia Venezolana de Medicina:

“José Gregorio Hernández es un maravilloso milagro de fe, bondad y pureza, y por eso es el hombre más respetable que he conocido.”

Usted, Cardenal Porras, en este caso que consumió más de una centuria, hizo valer su relevante histórica venezolanidad, que el pueblo católico y la gente de bien no comprometida le reconoce, y también su condición de Cardenal, cuyo significado etimológico no refiere el color del hábito, sino la función de bisagra, la conexión del Papa con la feligresía, del pastor con sus ovejas. Creo no equivocarme, Cardenal Porras, al decirle que todos los que estamos aquí, y los que no pudieron asistir, creyentes y no creyentes, trujillanos nativos o residentes en esta región desde hace muchos años, avalan la santidad de José Gregorio Hernández; los creyentes porque consideran que fue una gracia que le concedió la Providencia, los no creyentes porque valoran su devenir como un tránsito terrenal excepcional. En ambos casos, un milagro.

Usted, Cardenal Porras, ha recorrido de manera impecable, un largo camino de servicio incondicional de bien al prójimo. Usted es ejemplo de rectitud para la Iglesia; de dignidad para todos los estratos de la sociedad, y de fortaleza para el atribulado pueblo venezolano. Me atrevo a decir que en este momento usted es la más respetable figura pública de nuestro caótico país, que parece sonámbulo hacia la distopía. Un país detenido en el tiempo, cayéndose a pedazos, en el que el ejemplo de José Gregorio Hernández, y el suyo, son contrafuertes.

Ahora, hoy, aquí, es un querido hijo adoptivo de nuestra región trujillana. Usted se ha sembrado en el alma, la conciencia, la inteligencia y la historia de nuestra tierra. Soy portavoz de esa verdad y de ese sentimiento, y me complace decírselos en esta asamblea hermanada en gratitud y respeto para usted.

 

José Gregorio Hernández es una gloria nacional venezolana, del pueblo venezolano, pero nació aquí, en Trujillo, por lo que estamos orgullosamente en el primer lugar de esta fiesta ecuménica para decirle:

Gracias Su Excelencia Cardenal Baltazar Enrique Porras Cardozo, gracias.

 

 


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Tags: Cardenal Baltazar PorrasDestacadoHomenajeJGHRaúl Díaz Castañeda
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