Cuando se recorren los caminos uno revive lo vivido, los va reconociendo. Mira el tiempo y el olvido, los rasgos que se van direccionando y que de pronto por el encuentro se hacen resurrección y alegran o entristecen; se hacen imagen emotiva, como una redención. Los sentidos perciben de distintas maneras una realidad tangible se hacen palabra sensorial delante del paisaje y comienzan a confeccionar una larga oración que se va llenando de presencias que son los lugares y personas, que también se constituyen en elementos probatorios de lo que fue ese pedazo de existencia, ese lapso de vida pasada y rescatada en la actualización que hace el pensamiento o que genera la memoria.
Siempre hay imágenes vivas delante de nosotros que nos propician el regreso del tiempo, el encuentro con el ayer, el devolver la biografía a estaciones ya idas en la cuenta, pero regresivas como un misterio o ensoñación más bien. Los elementos vivientes evocados, por su presencia mental, por la representación imaginaria, son parte de nuestra vida, forman capítulos de nuestra biografía.
Hay silencios y pluralidades en los contextos geo-históricos que perviven a nuestro alrededor. Son los muy diversos paisajes que el tiempo poco a poco los ha ido cambiando, aunque mantiene unos tantos en su fisonomía ancestral, imágenes capaces de romper los años y hasta siglos, y permanecen impasibles para dar cuenta de la historia, como testigos visibles de los acontecimientos que resaltan la condición existencial histórica de la ciudad, el pueblo, o el lugar. Sin embargo, el tiempo ha borrado muchos de aquellos escenarios citadinos o pueblerinos, ha roto la materia con que fueron fabricados esos paisajes. Ha podido acabar no sólo con el entorno cultural del hombre, sino con el de la naturaleza. El tiempo es el gran agresor del tiempo. Mantiene y cambia el espacio en su paso inexorable.
Cuando caminamos tenemos oportunidad de irnos reencontrando con los paisajes que dieron origen a nuestra razón humana, que se hicieron reiterativos a nuestra mirada principalmente. Al fin y al cabo, casi la totalidad de los paisajes tienen presencia física, son imágenes visuales, los captamos por la vista. Les vemos sus colores y sus formas, sus intensidades y nimiedades, sus grandes dimensiones y sus particularizaciones, esto último cuando somos detallistas y estamos sensibilizados. Entonces, citemos a Hernández Carmona: “El lenguaje se convierte en todo caso en mediador entre un yo y su espacio, por lo tanto, el lenguaje se convierte en traductor de una forma de percibir ‘realidades´, acto subjetivo”. (2007:34) Y reitera Hernández a Ricoeur: “A través del universo de los signos de los textos o de las obras culturales podemos comprendernos a nosotros mismos”. (Idem.). Esa pluralidad delante ha sido para nosotros ebullición y silencio. Al fin y al cabo, esta sociedad ha sido humana, profundamente humana en su pluralidad de hombres y mujeres en actividad, aunque también en sueños, en el letargo del silencio que lo dan la noche y el descanso; la quietud de la sombra, el extenso manto que se echa encima la noche en su porción de intimidad.
Entonces podemos decir que nuestro ser histórico ha deambulado por estos lugares urbanos y rurales, por los diversos caminos que nos han llevado al centro de la urbe y a sus alrededores, que la geografía natal se fue expandiendo en la medida de nuestro crecimiento etario como individuos. Los pobladores de las ciudades y los pueblos somos todos seres históricos. Tenemos nuestra propia historia que la vamos haciendo a nuestro paso, enfrentando hechos, poniéndonos delante de las dificultades y las posibilidades, de las realidades para mejor decir. Vamos siendo caminantes, haciendo camino al andar, como asienta la estrofa de Machado: “Caminante, son tus huellas / el camino, y nada más; / caminante, no hay camino, / se hace camino al andar”. (Campos de Castilla, s/f: 140). Desandamos desde el estrecho paisaje de la casa, hasta el abierto horizonte de lo desconocido, que por andanzas se hizo también conocido y cotidiano para los descubrimientos y las estaciones.
Nos nutrió el pequeño lugar hogareño desde el lejano tiempo de “las humanas paredes sin salida” en la revelación poética de Alberti. Pero también, poco a poco a medida del crecimiento de la edad, como también dice Alberti, que “lo esperaba la luz fuera del muro”. Fue así y no de otra manera, como el paisaje fue creciendo en emotividad cuando aparecieron las calles conocidas, y la vieja torre de la iglesia del centro, y los hombres conversadores en los bancos de la plaza. Nuestro ser histórico abrió el abanico en su enfrentamiento con el paisaje citadino. Más tarde, iría más lejos y vería entonces el gran tamaño de los árboles del bosque, y las rutas de tierra con casitas a ambos lados, y gente apareciendo con el tímido saludo a flor de labios.
Los primeros encuentros siempre fueron carentes de esplendor. El espíritu vital estaba por hacerse en su integralidad, la mirada era escasa por el horizonte reducido y poco a poco había que hacer el esfuerzo de ir dilatando la pupila para los encuentros sociales dentro y fuera de la ciudad. La pequeñez, en paráfrasis a la expresión común, “no dejaba ver el bosque”. Pero en la progresión del tiempo los rayos del sol citadino fueron extendiendo su tamaño y su luminosidad. Y tanto los rayos como su misma luz alumbraron otros caminos convertidos en asiduos compañeros de ruta, porque es cierto que los caminos dejan caminar, pero también ellos caminan con nosotros y nos llevan al horizonte de lo desconocido, a la Roma misma si vamos preguntando.
En la pequeña ciudad de la vida, había pocos caminos, los más largos eran escasamente dos y se estiraban en direcciones contrapuestas, hacia abajo y hacia arriba. De bajada la historia que había sido fabricada desde los siglos, las edificaciones y las anotaciones de lo hecho por los pobladores o habitantes, algunos de ellos ciudadanos de alcurnia, de probada capacidad de amor y de entrega por la causa de la ciudad. De subida se iba a los descubrimientos naturales, bosques donde habitaban pájaros silvestres y sembradíos que invitaban a hurtar la fruta apetecida. En las profundidades que se van abriendo en los espacios interiores de la persona humana, todo se va acumulando en la memoria, en esa lugarización intangible y bancaria, depósito de la cosecha existencial, nido de las experiencias, abastecido lugar de vivencias y reminiscencias de lo vivido.
Y aquello que inicialmente constituyó la mejor aventura, el rumbo a las cosas desconocidas, poco a poco se fue adquiriendo, se hizo rutinario dentro de la praxis cotidiana, por lo que se oye hablar de hastío si no hay aventura, sin que aparezcan nuevas búsquedas, sin las consabidas apetencias que no deben dejar de fluir en uno. El espíritu siempre tiende a la realidad para vivir, aunque puede haber ensoñaciones y quietudes. Pero nada como una nueva aventura, la suma de emociones de un nuevo día trascurrido. Andar por los predios de la ciudad para un saludo diferente y original. Por eso Neruda expresó convencido “No tiene sentido volver sin anunciarse”. Y dijo también con acierto: “Volvemos abriendo los brazos”, es decir, ese nuevo activismo que rejuvenece y reinventa la existencia para saber que estamos vivos, que la vida activa es un desafío y un triunfo.
Es preciso hacer un alto para una pequeña descripción de la ciudad, de la villa estacionada que fue pintada un día con toda su extraña dimensión de bucolismo. Quieta, como dormida debajo de sus cerros envolventes, con los signos del sol atormentando sus espacios, en los que hay actividad, pues el hombre escritura su día con el parsimonioso paso de sus ocupaciones habituales, una vez salido de su casa en la cuadra, que se cuentan pocas porque la ciudad sigue siendo pequeña a pesar de sus edades seculares.
En el espacio resaltan rojizas techumbres añejadas, y el metálico destello del zinc postmoderno que ha venido a hacer sufrir su arquitectura tradicional. La torre se enhiesta, aunque permanece silenciosa porque el viejo reloj duerme el atropello de su tiempo vencido. Se ajan paredes. Se tejen arañas en los cielos rasos. Casi desierta la noche va llegando y en los callejones hay un silencio absoluto. La ciudad ya no ocupa un lugar digno por la progresiva muerte de las particularidades que le dieron abolengo. Fue una referencia natural también. Sus verdes dieron matices cromáticos a los versos del poeta Mendoza Montani que le cantó en endecasílabos: “Sonora claridad de la mañana / sobre los cerros de esta tierra mía, / sinfónico verdor que se engalana / con tibio y claro sol de nuevo día”. (Tobaley, 2007:60).
La ciudad tuvo un visible repertorio de lugares abiertos hace siglos, y de otros inaugurados con movimiento uniformemente retardado porque la palabra progreso no estuvo en su vocabulario oficial ni particular. La ciudad fue una utopía no desarrollada, una prometida metáfora incumplida, por más que había términos figurados para definirla y armarla como una ebullición llena de ecología. Los viajes por sus lugares se fueron deteniendo por las incomprensiones. Sólo quedó para un interminable viaje mental que hace la memoria que nombra ahora sus estadios del pasado.
Fortunosamente esos saldos que se perciben la constituyen en una región poética sostenida en la temporalidad progresiva de creadores conjuntados en un haz de producciones que revelan sus lugares, sus gentes y sus aposentos familiares; la mágica concurrencia de una paisajística que, al fin y al cabo, proporciona embelesos, más antes que ahora por la pérdida de monumentos naturales que llegaron a llenarla y que fueron abrumados por el ataque de la modernidad y por la intolerancia del sujeto-hombre que ensució sus caminos y los dejó llenarse de abrojos y alimañas. El juego de la poesía prendió en la lontananza de sus paisajes, por eso fue región poética, territorio de signos, metáfora de la naturaleza ancestral, en una rotación escrita reiterativamente costumbrista, como discurso de la memoria, pero dictado por el corazón. Así versifica en endecasílabos el poeta Barroeta: «Miro el sol extinguirse melancólicamente / detrás de sus colinas, cual una débil brasa” (Nostalgia del caminante, 1978:33).
La ciudad entonces, germen del hombre que le fue construyendo su historia, deja ver esa rotación de su paisaje en el lenguaje creador de los que hicieron posible esa región poética que la define sensitivamente, la hace cubrirse de honda melancolía y añoranzas en el salto del tiempo trotador que, en otros tiempos y circunstancias, llevó al nuevo poblador a otro viaje al pasado, y entonces la ubicó en un momento cualquiera de un día inesperado a contemplar el paisaje preñado de esa paz silente, de ese olor indefinido que brota del ambiente. Mientras tanto, otro poeta de la aldea quizás en su aposento, escribe el segundo cuarteto de un soneto: “La tarde era de invierno tarde. / Una insonora lluvia caía / de un cielo pálido que no arde, / con persistente melancolía”. (Maldonado, Los Pinos Azules, 1999:268).
Los colores se repiten en mi pequeña ciudad, están repetidos sobre su fisonomía ancestral. Son formas primarias de acceder a su larga historia, desde el blanco con que pintaron la pequeña iglesia hasta este delgado policromismo del tiempo actual, en que vemos los modos de actuación de sus pobladores, unos afectos a lo tradicional, los que prefieren los matices claros en los viejos paredones que todavía asoman y otros, la intensidad visual que originan los matices fuertes, en que los movimientos inconscientes se reflejan entre el agrado y el desagrado de la gente. El espacio citadino no es ninguna revelación cromática, no puede serlo, tampoco es una sinestesia posible lo que se muestra en sus frentes, porque las casas tienen sus rostros arrugados como los de la gente vieja que se niega a aceptar las nuevas estaciones de la realidad. Antes eran limpios las casonas y los edificios, manifiestan con su voz dolida los que los conocieron, pero ahora hay faces expresivas que parecieran llorar más bien, que alteran la opinión y el criterio de los que quieren decir su inconformismo. El dejar hacer se apoderó de un escenario social dormido en la tranquilidad de la inercia personal y social. La ciudad se durmió desde entonces, se hizo sólo historia muerta y novela de la desesperación y el hastío. Zea lo confirma:
La ciudad se detiene en el sueño y no crece. Para encontrar una ciudad, se tiene que ser hombre venido desde el sueño. Los hombres han caminado historias para dejar la sangre untada en piedras. Y las piedras deliran, se hunden bajo las raíces del bosque. Tienen que ocultar, tienen que dejar en vacío a las miradas profanadoras, las que se llevan el milagro, el exordio; y no hay donde empezar la caminata cuando el robo ha llegado, y la reconstrucción muere sin haberse iniciado. (Todo el Códice, 1968:57).
Los nuevos relatos fluyen más bien desde esta posición, se corresponden con la tristeza de una población que conoce lo que fue la villa en su transcurrir de siglos, desde lo que fueron capaces de hacer aquellos seres vivientes en épocas añejas que lo dieron todo para que la historia no desviara su cauce esplendente hacia este abismo social en que ha devenido esa misma historia, la falsedad situacional que la devora y la consume; atada al conformismo y al no hacer colectivo, sin la invención ni la imaginación que necesitan los pueblos para comprometer a su favor el porvenir, un dejar hacer que la sujeta, que le mata sus paisajes y sus valores culturales, que hace amainar su disciplina en el orden necesario para la causa del progreso y bienestar. Porque a decir de Leopoldo Zea:
La realización de la esencia del hombre se da, de acuerdo con Scheler, en un plano temporal, histórico. La historia de la cultura no es otra cosa que la historia de lo que el hombre ha venido haciendo para realizar su propia esencia, para ser cada vez más hombre, sometiendo su ser a la realidad circundante. (1952: 12)
La ciudad entonces ya no inventa su tiempo ni lo vive, porque el hombre que la puebla es poblador, pero no ciudadano, se situó fuera del tiempo para negrear todo como una pantalla apagada, o mejor ensombrecer todo como una extensa noche dormida y silenciosa, en ese conticinio de signo negativo que no deja vivir, rompedor de las expectativas, silenciador de las palabras y del diálogo, la indefinición absoluta de la identidad, como una peligrosa castración total.
¿Quiénes andarán entonces por estos nuevos lugares?, es la pregunta pertinente. Los fantasmas seguramente, los restos de historias sin leyendas, los cuentos vacíos carentes de personajes y sucesos. El sentimiento de la nada y la memoria yerta. Todos los eriales son iguales porque nada dicen. La ciudad dulce se hizo amarga, porque dejó de decir su aventura y no supo ampliar sus pocos horizontes. Las ciudades que no encienden sus luces van quedando ciegas como atacadas por una enfermedad, y la ceguera aparece para romper los temperamentos y el carácter.
“Todo concurre, -versifica Juan Liscano-, a una continuidad devorante y prolífica / a las mudanzas y persistencias / a los brotes y marchiteces cíclicas / complementándose / lo ajado y seco ya grávido / lo grávido engendrando su destrucción”. (Fundaciones, 1981:45). Y es porque el arrojo y la disposición son elementos anímicos constitutivos en la prosecución social de una ciudad y de un pueblo. Las poblaciones deben asumir este principio desde su misma esencia y existencia. La mirada humana desafiante rige la vida como un sol cuyos rayos hacen el día y lo calientan como una fortificación para el trabajo. Si no hay mirada no hay luz extendida ni acción ni logro:
“Toda mirada humana desafiante interesa al progreso, a lo que se quiere lograr. Ella puede generar una concepción general del mundo y de la vida, capaz de responder a las exigencias de nuestra razón y a las necesidades de nuestro espíritu”. (Lecciones de Filosofía s/f, p. 6)
Si desglosamos este concepto esencialmente filosófico, nos encontramos con la realidad que nos circunda y atormenta, porque en esta pequeña ciudad en que hemos nacido y permanecido muchos, en su momento actual, quiero decir, no hay concepto que valga, somos todos inertes para responder a las exigencias de su destino enflaquecido por el no hacer ni disponer, ya que nuestra razón perdió la sensibilidad necesaria, la dinamia interior que origina los sentimientos, y la satisfacción por los sucesos culturales como vía espiritual posible a las adquisiciones del espíritu que es, en definitiva, “el eterno protestante contra toda mera realidad”. (Max Scheler, 1952: 67)
Varios colofones es posible seleccionar para cerrar esta historia referencial. El primero es buscar a quien nos enseñe a vivir nuevamente, para no encontrar la muerte por la inercia o la abulia, tipo de muerte a todas luces indeseable e inmoral. Ir en procura de una verdad que nos diga lo que realmente pasó con la ciudad, por qué llegó a este estado, a esta miseria. Ver si todos somos culpables, si todos tenemos que ver con el problema, estudiar las causas y los efectos del por qué la anomia filial descoloró su fisonomía material y social, quién arruinó sus formas culturales, su naturaleza viva; por qué los gobernantes dejaron de quererla y obraron obsequiosa y gratuitamente en su derrumbamiento. Por qué maltrataron con impunidad sus signos patrimoniales, invadieron y usurparon a juro sus instituciones más señeras, saquearon sus patrimonios con una rabia incomprensible y sórdida. Por qué limitaron las fuerzas de su Capitalidad, hasta hacerla prácticamente irrecuperable. Por qué la ablandaron tanto hasta hacerla vivir en una debilidad extrema. Es pertinente la estrofa de Romano de Sant’ Anna: “Cuando amanece / no es el canto de los pájaros lo que se posa en mis oídos / sino lo que quedó en la aurora / de sus agrestes gemidos”. (Epitafio para el siglo XX, 1994:61)
El paisaje emotivo que quise hacer sobre mi ciudad, en vez de producirme la alegría esperada me ha conducido más bien a una profunda tristeza, a decir cosas que no quería o deseaba decir, porque sólo llevan a la melancolía como dolor y no como una dulce añoranza o ensoñación. Pero es que la ciudad tan desmejorada no da sino para colores tristes, esos que no irradian ni goce ni placer por no significar una cosa distinta de la miseria y el dolor.