Esta historia es mía, una que necesito recordar para mantener mi conciencia serena, una salida de mí insomnio de lo más profundo de mi nostalgia. La de un padre que tiene una hija que no conoce a su padre
Luis Rivero / ECS
Mientras escribo esto, Elena, mi hija, cumple 1 año 4 meses 8 días 7 horas y 45 minutos de vida. Mientras yo escribo ella va camino a Quito. No va sola, claro, pero va sin mí, como en la mayoría de los días que nos ha tocado vivir.
La acompaña Carolina, su madre, con quien coincidí por primera vez hace 4 años en un enero húmedo y confuso día, de los andes, en el que trataba de no ahogarme en un mar de estudiantes universitarios.
Era la primera clase de la carrera. Una especie de recepción que nuestra profesora de periodismo hacía con el fin de conocer las expectativas, metas y razones de los 40 jóvenes que allí estábamos iniciando la universidad; claro, que a la hora de responder, tanto a Carolina como a mí, ni se nos cruzaba por la mente que la carrera que nos uniría de por vida no sería la profesional, sino una más demandante y sublime: la de padres.
Años después frente a la prueba de embarazo, intentaba recordar aquel primer día, con la intención de armar la historia que le contaría a la bebé de cómo su madre y yo nos conocimos, de esa finita posibilidad que se cumplió para hacerla posible, “quizá use esa historia un día que se sienta sin propósito, o que no quiera hacer la tarea”, pensé; y es que después de todo, mientras te haces a la idea de ser padre, solo queda pensar en cómo usar los errores que te han rodeado en la vida para educar a alguien, a una personita que sin conocer y sin conocerte cuenta contigo para vivir.
Mi deseo
Aún intento construir un relato acertado de la historia de Elena, por lo menos mi versión, la que sé, la que he hecho a través de recuerdos, de pedazos de canciones, de llantos, de sonrisas, de noches cortas suplicando que no se enfermara, de temores infantiles al abrazarla, de cosquilleos inconfundibles, mi relato, de ella, el que espero contarle algún día cuando me pueda sentir como su padre y yo a ella, como en mis deseos más sinceros, sin más distancia que la de un abrazo.
Recuerdo la primera vez que la vi. Miraba sus ojos que intentaban abrirse, como quien lucha contra el sueño. Vestía un conjunto azul cielo con un oso estampado en la parte superior del traje y en su mano tenía una muñequera rosada con su nombre escrito.
Mis manos temblaban, estaba nervioso, no podía creer que era papá, no podía definir lo que estaba sintiendo. Elena se movía intentando reconocer las voces, yo solo miraba a los demás buscando en sus gestos la calma que me hiciera pensar que eso era normal, que todo estaba bien.
La vi por horas. Detallé su piel, sus manos, pregunté por todo, me angustié por todo. Ella no entendía nada, ahora confieso que yo tampoco. Solo la veía allí, como un pétalo que recién se desprende de una flor, y yo ahí, con el único propósito de cuidarla. Sabiendo que sería cada vez más difícil.
Los meses fueron avanzando; más aprisa que ellos, la crisis. La presión, el desespero el miedo, todo justificado, me hicieron ver que seguir exponiendo a Elena a la situación del país era un asunto más de presunción que de fe. Me tomó mucho aceptarlo. Pero cada día que pasaba, el objetivo que se volvió mi prioridad, ese de cuidarla, se convertía en un deseo imposible de cumplir en Venezuela.
Para su primer cumpleaños ya no estábamos juntos. Hacía 10 días nos habíamos despedido en Cúcuta, en lo que fue el punto y aparte de la historia que estoy escribiendo de ella, o bueno, la parte que no puede saber por sí misma. Una historia que no es esta, por supuesto, una más feliz.
Esta historia es mía, una que necesito recordar para mantener mi conciencia serena, una salida de mí insomnio de lo más profundo de mi nostalgia. Esta, mi historia, la de un padre que tiene una hija que no conoce a su padre.
La historia, que quizás, es igual a la de muchos que les ha tocado hacerse padres e hijos por Whatsapp. Mientras escribo esto, Elena, mi hija, cumplió cuatro horas más de vida. Mientras yo escribo esto, se nos pasa la vida, juntos, pero en la distancia.
A la distancia
La historia, que quizás, es igual a la de muchos que les ha tocado hacerse padres e hijos por Whatsapp. Mientras escribo esto, Elena, mi hija, cumplió cuatro horas más de vida. Mientras yo escribo esto, se nos pasa la vida, juntos, pero en la distancia.