El 31 de julio de 2025, la Asamblea Legislativa salvadoreña -dominada por el partido Nuevas Ideas, leal al presidente Nayib Bukele- aprobó en un trámite exprés de pocas horas una reforma constitucional que permite la reelección presidencial indefinida, amplía el mandato presidencial de cinco a seis años, elimina la segunda vuelta electoral, y adelanta las elecciones de 2029 a febrero de 2027.
La votación fue de 57 votos contra 3, sin debate público ni oportunidad de deliberación ciudadana real. Fue un golpe institucional.
Desde que Bukele llegó a la presidencia en 2019, ha erosionado sistemáticamente las instituciones. En mayo de 2021, su mayoría legislativa removió de inmediato a los jueces de la Corte Suprema y al fiscal general, colocando en su lugar a aliados, una maniobra que marcó el inicio de un debilitamiento institucional profundo.
En 2021 también consiguió un fallo de la Sala Constitucional -ahora compuesta por magistrados afines- que reinterpretó una prohibición expresa de la reelección inmediata, habilitándolo para buscar un segundo mandato en 2024.
Por otra parte, organizaciones como Human Rights Watch, Cristosal y Amnistía Internacional han alertado sobre el retroceso democrático: alegan que las reformas constituyen un «golpe mortal» a la democracia salvadoreña.
La retórica de la seguridad como excusa es otra de las peligrosas movidas de Bukele. Ha construido su popularidad sobre su férreo discurso contra las pandillas, implementando un régimen de excepción desde 2022 que ha permitido miles de detenciones sin debido proceso.
Los detenidos suelen enfrentar acusaciones con poca evidencia y largas reclusiones preventivas bajo leyes que acusan a cualquiera que transmita mensajes de pandillas, incluso periodistas, de legitimación del crimen, penalizados con hasta 15 años de prisión.
Bukele se presentó como «el dictador más cool del mundo» en redes sociales. Se trató sin duda de un chiste cruel, con el cual confesó sus verdaderas intenciones y retó a la opinión pública de su país y del mundo, demostrando que seguiría adelante con su apetito de acaparar indefinidamente todo el poder en una sola mano, la suya.
Con los hechos más recientes, esta reelección indefinida para Bukele elimina el principio de alternancia, se desmantelan los balances y contrapesos y se normaliza la monopolización de la autoridad en un solo hombre.
Con todas las instituciones a su servicio, no habrá más ley que la del “dictador cool”.
Un presidente que tiene el poder absoluto de ordenar a cada órgano del poder de acuerdo a sus deseos y caprichos, es una bomba de tiempo para un país.
¿Hacia dónde puede conducir este modelo? Las señales son alarmantes. Con El Salvador convertido en un laboratorio de “autoritarismo digital”, Bukele parece seguir un manual sin regreso. Nadie lo contradice, su creciente poder disuade a la disidencia y no encuentra voz alguna que lo enfrente.
Lo más lamentable es que la administración Trump ha respaldado explícitamente la reforma constitucional, rechazando comparaciones con regímenes dictatoriales, considerando que este cambio fue producto de una Asamblea democrática elegida por el pueblo. Esa postura contrasta con la cautela -o incluso oposición abierta- de otros actores globales y organismos de derechos humanos.
Incluso ya sabemos el insólito negocio entre la administración de Washington que deportó a venezolanos a un país que no es el suyo, sin debido proceso y sometiéndolos a torturas físicas y psicológicas.
Tras este insólito movimiento se dice que hubo un pago de 6 millones de dólares, hecho que el Congreso de Estados Unidos ha exigido investigar.
La reelección indefinida de Bukele está muy lejos de ser una victoria ciudadana, ya que consiste más bien la consumación de un proyecto político personalista que se valió de la legitimidad popular como un escalón y luego desechándola, utilizando trucos de costuras muy gruesas para la perpetuación del poder.
El argumento de proteger al pueblo y modernizar el sistema electoral resulta risible frente a un proceso que, en realidad, disuelve la Constitución y vacía de significado los límites que se deben colocar unos poderes frente a otros.
Si la alternancia, los contrapesos institucionales y los derechos ciudadanos son sacrificados en nombre de una eficacia aparente, la democracia ya no será más que un recuerdo.
Así sucedió en el Perú de Fujimori. Un presidente alabado por sus primeras acciones en el cargo, se mareó de poder y sobrepasó los límites, escudado en la popularidad que le dieron sus aciertos y que finalmente perdió. Hoy Bukele recorre ese sendero.
Más temprano que tarde sabrá que, quien transgrede el mandato electoral con su nombre como bandera, tarde o temprano, está condenado a perder más que el poder pase a ser el sepulturero de su propio país.
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