Un simple virus, tan diminuto que ni es visible, nos ha obligado a encerrarnos en nuestras casas y salir del ruido, de la prisa, del trabajo. La amenaza de la enfermedad e incluso la posibilidad de la muerte, ha relativizado la importancia de nuestros proyectos, ha puesto también en cuarentena nuestras aspiraciones y sueños, y nos ha hecho comprender que la vida es el valor más importante y que, sin el, no tienen sentido los demás. Porque el virus nos amenaza a todos, estamos comprendiendo el sinsentido de nuestras divisiones políticas, raciales, económicas, religiosas y sociales, y lo absurdo de una vida de espaldas a los sufrimientos de los demás. También estamos valorando y agradeciendo a todas esas personas que se la están jugando por nosotros.
SÍ bien la rápida propagación del virus nos ha llenado de problemas y preocupaciones, nos está regalando una gran oportunidad para encontrarnos con nosotros mismos y con nuestra familia, para hablarnos en lo profundo del corazón, para revisar nuestros proyectos y aspiraciones, para conversar con Dios, es decir, para orar.
Orar es experimentar el amor de Dios. Dios nos ama siempre, sobre todo cuando estamos preocupados, tristes; cuando nos sentimos agobiados, enfermos, maltratados. Cuando nos sentimos solos es cuando nos busca Dios con más interés para cargarnos en sus brazos y recostarnos sobre su corazón. Sobre ese amor, como sobre roca firme, debemos levantar nuestra esperanza y nuestro compromiso. La oración deberá hacernos más generosos, serviciales, solidarios. Al amor sólo se puede responder con amor. Lo maravilloso es que esa respuesta al amor de Dios debe incluir también el amor a los hermanos, especialmente a los más débiles y vulnerables, como los ancianos que son las víctimas preferidas del virus, pues un supuesto amor a Dios que no se traduzca en servicio a los demás es un amor falso.
En consecuencia, en estos días debemos orar mucho. La oración no es para huir de la vida, ni tampoco para meramente pedirle a Dios que resuelva nuestros problemas. La oración debe fortalecer el coraje y la decisión de vivir combatiendo al coronavirus y todo lo que daña o mata la vida. Si la oración no lleva al compromiso, si no alimenta las ganas de combatir todas las expresiones del mal y de dedicar la vida al servicio y defensa de la vida para todos, no tiene sentido. Se trata de, como lo hacía Jesús, alimentar en la oración la firme decisión de cumplir la voluntad del Padre y vivir entregados a la construcción de un mundo fraternal, donde todos, especialmente los más pobres y los que sufren las consecuencias de este virus y también de los otros virus como el hambre, la miseria, la ignorancia, la exclusión, puedan vivir con dignidad. La oración debe llevarnos a la acción comprometida.
Si auténtica, la oración nos cambia la vida. La oración nos mete en un mundo nuevo, el de Dios, y nos sitúa con más fuerza en el corazón de los hombres. En la oración aprendemos agradecimiento y gratuidad. Aprendemos a no usar a Dios, a no servirnos de Él para que resuelva nuestros problemas, sino que le pedimos fuerza para que se cumpla su voluntad y seamos capaces de luchar con decisión contra el mal y todas sus manifestaciones. En la oración aprendemos a recibir y dar en gratuidad. Aprendemos a estar con el que llora, con el que sufre, con el enfermo, con el que está sólo, con el que no tiene apoyo. Aprendemos a no dar consejos, sino a darnos.