Quizá el mayor daño que el régimen ha hecho no es la destrucción de la industria petrolera ni la desaparición del oro ni la quiebra de la agricultura y de la industria; no es ni siquiera el condenar al exilio al 10% de la población, la destrucción del sistema educativo y el haber conseguido que Venezuela tenga la inflación más grande del planeta, que la mortandad de cada día sea solo un dato estadístico, que los niños estén muriendo de desnutrición. El mayor daño lo ha hecho en la demolición del alma nacional, de la esperanza ciudadana, de la dignidad de un pueblo. También han sucumbido —en este asalto a la cordura— el sentido común, la bondad, la tolerancia, la compasión y el respeto.
El mayor daño ha sido hecho en nuestros corazones, que se han vuelto incrédulos, desconfiados; que solo ven maldad y traición por todas partes. Ya no confiamos en nada ni en nadie; toda opinión que no sea la nuestra nos parece interesada, despreciable, digna de agresión e insulto. Estamos en una torre de Babel de sentimientos. La destrucción es, pues, mucho mayor de lo que parece a primera vista. Ya hay momentos en los que dudamos de que Venezuela tenga salvación. Somos una tierra en la que toda maldad tiene su asiento. Estamos cercanos a eso que Hobbes llamaba el “estado de la naturaleza”, es decir, el estado previo al ordenamiento jurídico, a las leyes morales, a las normas de convivencia que hacen de un hombre un ser humano. Estamos —diría Hobbes— “en un estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos”.
Santo Tomás de Aquino decía que un tirano se apropia no solo de los bienes materiales de su pueblo, sino de sus bienes culturales; suprime los valores porque requiere un pueblo que sea lo menos virtuoso posible y promueve la enemistad entre los ciudadanos apelando al viejo principio de “divide y reinarás”. El tirano “despojado de la razón, se deja arrastrar por el instinto, como la bestia, cuando gobierna”, nos dice el Angélico. De esta manera logra envilecer a los ciudadanos hasta el extremo, porque sabe que así los somete mejor. Sin duda, en Venezuela este instinto ha funcionado a la perfección. Los venezolanos hemos sido envilecidos al extremo.
Cómo haremos para volver a creer en nosotros mismos, para considerarnos un pueblo digno de progreso y bienestar, de libertad y democracia; digno de vivir feliz sin necesidad de huir de su tierra. Es una pregunta que nos atañe y nos concierne a todos. En nuestro horizonte hay demasiada hambre, demasiada sangre, demasiado odio. Necesitamos con urgencia volver a creer en algo: creer que somos posibles, que podemos respetarnos y tolerarnos, que comer es una actividad normal del ser humano, que podemos transitar calles seguras, que los desacuerdos no nos condenan a asesinarnos, que hay esperanza y futuro y que ese futuro puede ser del tamaño del empeño que pongamos en él. No puede ser que una tierra que es capaz de producir tanto talento, tantas individualidades inteligentes y capaces, esté condenada al fracaso como proyecto común.
Esta lucha comienza en nosotros mismos. Corazón adentro debemos hacer que Venezuela renazca como una aspiración de fe en nuestro espíritu, comprometida con valores, principios e ideas. La lucha es afuera y es adentro. Volver a creer en nosotros es el primer paso para salir de esto, porque a esa certeza no hay fuerza humana que la someta. Ese día veremos a la tiranía desvanecerse hasta convertirse en un mal recuerdo, como cuando, mirando un viejo retrato de nosotros mismos, caemos en cuenta de lo feos que fuimos alguna vez.