Por: Francisco González Cruz
La gente, como en todas las fechas electorales, se había reunido cerca del liceo, donde estaba el principal centro de votaciones. Unos gritaban a favor y otros en contra mientras se anunciaban los resultados parciales. Pero se exaltaron los ánimos más de la cuenta cuando sintieron que no reflejaban la voluntad popular, y que los abusos oficiales merecían una protesta, que se inició pacífica pero que pronto se desbordó, prendieron unos cauchos y se obstaculizó el tránsito. Vino la policía que fue desbordada y entonces llegaron unos refuerzos de Valera que actuaron de inmediato con una violencia desmedida.
Disparos, perdigones, bombas lacrimógenas, golpes, atropellos y otras agresiones provocaban la desbandada de la gente, algunos reaccionaban con piedras y botellas, otros se enfrentaban directamente y se extiendió en el pueblo y en la noche una experiencia de violencia jamás vivida en ese pueblo. Y es así como tranquilas familias que nada tenían que ver con el asunto se veían agredidas por unas autoridades que deben cuidar el orden, y si hay que restaurarlo lo deben hacer guardando el respeto a los derechos humanos contemplados en la Constitución.
La madrugada y la retirada de los uniformados no lograron regresar al sosiego de un sueño interrumpido por la amarga y real pesadilla. Ni siquiera en los campos hubo paz, pues hasta allá llegaron los ruidos aterradores de los disparos. Larga y amarga la noche del domingo 20 de diciembre para las familias quebradeñas.
Seguramente Eda recuerda ahora cómo en su casa, hoy ofendida, recibió ella y con la amabilidad de su esposo, el simpático y siempre recordado el gordo Humberto, a José Vicente Rangel, a Jorge Valero y sus compañeros cuando pensar distinto no era excusa para dejar de atender como gente decente a unos visitantes que ni conocían.