Ni con el filo de una navaja pudieron borrar imagen de José Gregorio Hernández

 

 

Por: Graterol Vargas

 Aquí estamos también pidiéndole a Dios como muchos católicos del mundo que aparezca el otro milagro para que definitivamente José Gregorio Hernández reciba la bendición de la iglesia para graduarse de santo oficialmente porque ya en nuestros corazones ocupa un lugar muy especial.

A propósito de estos días recuerdo como si fuera hoy un acontecimiento del cual fui testigo. Tenía quien les escribe unos 13 0 14 años. Vivía con mis padres José la Rosa Graterol y Enma Daría de Graterol y mis hermanas Ana y Dominga en la población de La Hoyada. Nuestra vivienda estaba cerca de lo que es hoy la urbanización Santa Ana.

Días normales para un jovencito de la época. Ir al colegio, la escuela Monseñor Arias Blanco, cerca de Colón, una casita muy modesta donde funcionaba el colegio. Hacer las tareas y en el tiempo libre unas caimaneras beisboleras que nunca faltaban en un terreno también ubicado frente a la urbanización hoy muy poblada donde conviven un buen número de pobladores y tiene su asiento la emisora  Tiempo de don Mario Maldonado y un puesto de la Inspectoría Nacional de Tránsito.

Un domingo, si la memoria no me falla, se corrió como un reguero de pólvora la noticia.“Apareció José Gregorio Hernández en La Cejita”. “Mano Goyo, es un milagro, está en La Cejita”

Desde mi casa hasta La Cejita era un recorrido que hacía constantemente sobre todo para ir al cine que había más abajo de la Plaza Bolívar, colindante con la hoy residencia de don Memo Bracamonte, apreciado amigo y colega. Subiendo. Es decir como si viniera de Chimpire, Motatán y poblaciones del eje Pampanito-Trujillo.

El domingo para mí era  un viaje hacia Valera. El cine. Dos funciones, a las 10 de la mañana  y a las 3 de la tarde y a comprar “los cuentos”  como El Charrito de Oro, Chanoc, y no podían faltar las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Ya a esa edad incursionaba por el mundo de la lectura. Fueron mis primeras clases para lo que sería después mi andar en el periodismo.

 

LO VI CON MIS PROPIOS OJOS

No me lo contaron. No fue un chisme de compadres. Estos ojos que gracias a Dios han aguantado los 70 abriles fueron testigo de un hecho que hoy todavía me para los pelos de punta. Cierro los ojos y veo la reposición de tal acontecimiento.

El lunes bien temprano junto a varios amigos y vecinos como Pedro Márquez, Alirio y Efraín Quintero, agarramos carretera abajo. Queríamos ver más por curiosidad que por fe lo que todo el mundo afirmaba. “José Gregorio Hernández apareció en La Cejita”.

Cuando más nos acercábamos a esta comunidad el número de personas que a pie iban hacia la vivienda donde estaba el Siervo de Dios iba creciendo.

Al llegar a la Plaza Bolívar el tráfico estaba interrumpido.

“Apure, apure” le gritaba Bárbara una vecina a su hermana mientras la agarraba de la mano.

Efectivamente al lado del cine una edificación de varias plantas, había (Creo que todavía está ahí, naturalmente con unos cariñitos que le han hecho) la casa de La  Negra. (No recuerdo el nombre de la familia. La tarea se la dejo a Luis Huz para otra crónica)

Imposible. Era una hazaña penetrar al interior de la humilde vivienda. La aglomeración de creyentes, curiosos y la presencia de la policía tratando de imponer orden dificultaban el acceso.

Después de unos cuantos empujones fui testigo de lo que le estoy contando. En una puerta que servía para unir a la pequeña sala con la cocina observé estupefacto como todos aquellos testigos como en un travesaño de la puerta se veía claramente la imagen de José Gregorio. Vestido de negro con su sombrerito.

“Es verdad”, ”increíble, un milagro”, “Dios mío, lo veo y no lo creo” eran algunas de las expresiones de hombres, jóvenes, y mujeres quienes desfilaban frente a la imagen del hoy Beato de Isnotú.

Me paré frente a la imagen mientras resistía algunos empujones y hasta una pisada muy fuerte la cual no olvido porque tenía un callo en el talón derecho y precisamente por ahí alguien me lastimó y muy fuerte.

Pelé los ojos. Una y otra vez en esos breves minutos frente a aquella puerta que se resistía a venirse al suelo por los embates de la gente.

Ya me iba a retirar cuando llegó un señor barbudo, barrigón, con un sombrero de cogollo, más o menos de unos 50 años, muy grosero, apartando a la gente y dando gritos.

El anticristo diría hoy el padre Miguel Ángel

Tenía una navaja en la mano. Ahí si me entró miedo y del bueno. Pensé que iba agredir a alguien. Claro, la victima iba a ser aquella imagen del buen hombre que tanto amor dio y no le hizo mal a nadie; José Gregorio Hernández.

La navaja era muy filosa. El incrédulo hombre empezó a pasar una y otra vez su navaja por la imagen. Del tramo de la puerta, de aquella tabla gruesa quedada un hilito y no la destruyó totalmente porque varias personas lo impidieron. El anticristo se salvó de una paliza. Le querían dar duro, pero como pudo se soltó de quienes lo tenían agarrado y montó pies en polvorosa a bordo de una motocicleta estacionada frente a la casa.

La curiosidad mató al gato. Había que verlo para creerlo. El tramo de la puerta quedó hecho trizas, sin embargo, en el “hilito” que dejó la filosa navaja la imagen de José Gregorio Hernández estaba campante y sonante.

No me lo contaron lo vi con mis propios ojos.

Cosas veredes amigo Sancho.

 

 

 

 

 

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