El momento más sonado de este tema fue la captura de Adolf Eichmann en Buenos Aires a mediados de 1960. Un comando israelí, violando las normas jurídicas argentinas, secuestró al connotado ex jefe de las SS, responsable de la muerte de más de seis millones de judíos. Empleando un avión, aunque otras versiones indican que usaron un submarino, el grupo sionista lo trasladó a Israel originando un revuelo mundial al darse a conocer la noticia. Pero antes de saberse de Eichmann, se presumía fuertemente la presencia de seguidores de Adolf Hitler en América Latina, particularmente en Argentina y Brasil.
Desde la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, motivada por el ataque a la base de Pearl Harbour en 1941, la administración de Franklin Delano Roosevelt hizo que los mandatarios latinoamericanos se definieran en razón de condenar al fascismo y al nazismo. Así lo hizo el gobierno venezolano del general Isaías Medina Angarita cuando declaró el estado de beligerancia entre esta nación con Alemania y Japón. En otros casos se congeló los bienes de alemanes en el continente, comenzando a elaborarse una “lista negra” de personas naturales y jurídicas que, siendo seguidores de Hitler y sus políticas, fueron puestas en entredicho, desatándose todo tipo de sospechas.
Concluida la Segunda Guerra en 1945, se inició un proceso de lento desvelo de las actividades de jerarcas nazis que huyeron para buscar refugio en Latinoamérica bajo otra identidad. El primer caso sonado fue el de Martín Bormann, lugarteniente de Hitler quien fuera sentenciado en ausencia por el Tribunal de Nuremberg en 1946, luego de decirse que había “muerto en las ruinas de Berlín”. En 1952 se dijo que Bormann vivía en un monasterio de Roma haciéndose pasar por un fraile. El acusado Martin Bodewijin, negó la versión, asentando que él estaba en ese claustro desde 1938. La imputación fue desmentida por un alto eclesiástico y paradójicamente, el hijo de Bormann, Martin Adolf, se ordenó sacerdote católico en Austria, en agosto de 1958, para recluirse en el Congo belga. En mayo de 1960, agentes judíos informaron que Bormann vivía en Brasil, en el estado de Bahía, bajo el nombre de José Possea. Esto condujo a la detención de un tal Walter Fiegel en septiembre de ese año. Su esposa argentina se sorprendió al ver una fotografía de Bormann y comparar el parecido con su marido. A los días, Fiegel fue liberado, luego de comprobarse que no era el jerarca nazi requerido. Aseguró, eso sí, que había conocido a Bormann en 1928. Fiegel sostuvo, igualmente, que había salido de Alemania en 1930. Ante la firmeza de la declaración, un diputado expresó que el gobierno argentino de Arturo Frondizi había caído en el ridículo.
El 29 de diciembre de 1966, en Recife, Brasil, otro sacerdote fue detenido “sospechoso de ser el criminal de guerra nazi Martín Bormann”. Había sido denunciado por el superior del monasterio, pero el imputado indicó que era médico y sacerdote, sin negar que prestó servicio como teniente primero en el ejército alemán, pero sin mantener vínculo con los criminales nazis. Oficialmente se participó que el religioso no era Bormann. Lo sucedido permitió decir al célebre cazador de nazis, Simón Wiesenthal, director del Centro de Documentación Judía de Viena, que Bormann “viaja libremente a través del Brasil, Chile y Paraguay”, empleando varios nombres. El representante judío sostenía en marzo de 1967, que unos dieciséis mil criminales de guerra nazis seguían campantes por el mundo.
Sectores judíos señalaron que el gobierno del presidente argentino Juan Domingo Perón había amparado criminales nazis. Empleando pasaportes alemanes falsos o genuinos, muchos se presentaron ante la Policía, la que tenía instrucciones de darles nuevas identificaciones, sometiéndose algunos a intervenciones quirúrgicas para modificar sus rostros. Así se comentó que Bormann había sido víctima de un médico en Buenos Aires, ciudad que generaba noticias sobre la captura de destacados nazis, como Hans Ulrich Rudel, ingeniero aeronáutico, mientras que un teniente general argentino, Carlos von der Becke rechazaba los señalamientos que lo incriminaban de haber sido un espía de Hitler. Publicó un libro, “Destrucción de una infamia”, defendiéndose ante sus acusadores, entre ellos un dirigente del Partido Radical. También en una localidad bonaerense, en Caseros, el ex jefe del estado croata impuesto por Hitler en Yugoslavia, Ante Pavelic, salió con vida de un atentado quedando herido de dos balazos inflingidos por un supuesto comunista. Pavelic había llegado a la nación austral en 1946. Argentina permitía la circulación, inclusive de revistas neo nazis y antisemitas, como sucediera con “Der Weg” en 1959. Fueron comunes las agresiones contra estudiantes judíos en ciudades argentinas, proferidos por jóvenes neo nazis que les pintaban la svástica en sus cuerpos, y una marcha organizada para protestar contra ello fue impedida por la policía.
En Brasil no era menor la tensión. En junio de 1960 un diputado pedía al gobierno suspender la naturalización a asesinos de judíos, como sucedió con el coronel nazi Herbert Cukurs, acusado de exterminar hebreos en Letonia. Extrañamente, había llegado a la nación carioca a comienzos de los cincuenta, “recomendado por las autoridades militares norteamericanas en Alemania Occidental”. En este sentido, desde 1940, el FBI o la Oficina Federal de Investigaciones dirigida por J. Edgar Hoover, vigilaba las actividades de nazis en Brasil, México, Argentina y Chile, como lo reveló un libro del periodista norteamericano Don Whitehead. Hasta en Panamá, manos desconocidas pintaron cruces gamadas y lemas contra Israel en un templo católico, en una oficina de beneficencia y en una sinagoga en abril de 1960, alcanzando los daños a los vehículos de varios rabinos. Todo este ambiente obligó que en Honduras no se permitiera la participación de comunistas y fascistas como diputados en la Asamblea Constituyente que fue elegida en 1956.
Hitler instruyó a sus diplomáticos ganarse el favor de gobernantes latinoamericanos. Les prometió intercambios comerciales en 1940, según un documento emitido por el ministro de Relaciones Exteriores, Ribbentrop, que aseguraba que las ventajas “podrían ser aumentadas muy considerablemente con la poderosa expansión económica del Reich que debe esperarse a la terminación de la guerra”.
Afortunadamente para el mundo esto no sucedió. Hitler y sus aliados fueron vencidos, pero muchos de ellos huyeron hacia América Latina para salvarse. Pocos fueron capturados, enjuiciados y ejecutados, como sucedió con Adolf Eichmann en 1961, cuando se hacía llamar Ricardo Klement, modesto trabajador de una planta automovilística. Negó ser quien era, hasta que delante del tribunal en Jaffa, dijo con firmeza: “soy Adolf Eichmann”. Sería ahorcado el primero de junio de 1962.
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