Nadal, universal

iNFOGRAFIA Las estadísticas de su carrera.

 

Madrid, 10 oct (EFE).- En un mundo donde la controversia es más rentable que el sosiego; en un país con un débil sentimiento de unidad, excesivamente plural, de rasgos dispares; con más desacuerdos que alianzas, marcado por las distancias, con imaginarias fronteras contrastadas, es Rafael Nadal el que escapa de la norma, el que rompe el hábito y el casi único capaz de ensamblar los deseos de un país y de asociar las aspiraciones de todos.

Cuando Nadal juega no hay colores ni distancias. Ni regiones. Ni izquierdas ni derechas. Ni blancos, ni azulgranas, ni rojiblancos, ni blanquiazules, ni encarnados, ni verdiblancos ni amarillos. Ni diestros ni zurdos, ni solteros y casados. Cuando Nadal juega, todos van con Nadal, todos son de Nadal.

Durante casi más de dos décadas, desde que irrumpió en el circuito, según establecen los datos, un 29 de abril del 2002, con 15 años y 330 días, en el torneo de Mallorca, al que fue invitado, este tipo de Manacor ha logrado el consenso en cada partido que ha disputado, en cada final.

Ha tenido Rafael Nadal la capacidad de emocionar en cada golpe, en cada disputa. Durante años y años ha reunido a seguidores del tenis y a amantes del deporte con escépticos de la competición, del ejercicio. A expertos con profanos. Pero todos interesados en que la aventura saliera bien y que el final fuera feliz para el ganador de veintidós Grand Slam que ha sabido transmitir valores más allá de su profesión. Ejemplar en el triunfo, modélico en la derrota. Ni una mala acción y siempre en su batalla un reconocimiento al adversario.

Nadie como él ha sido capaz de representar los valores y transmitir en la pista y fuera de ella una actitud adecuada, las consecuencias de una educación medida y sosegada, delegada por su tío Toni, su mentor y entrenador durante gran parte de su carrera y continuada por Carlos Moyá y el resto de un equipo que siempre ha estado a su lado como parte del núcleo familiar que siempre ha querido tener a su lado.

El inconformismo, el espíritu de lucha y la fe han trazado a lo largo de esos veintitrés años de carrera la personalidad de un animal competitivo, fiel a sus principios. Respetuoso con el adversario, señorial con el rival y su entorno.

Rafael Nadal en el Abierto de Australia en 2022. EFE/EPA/DAVE HUNT

Nadie ha regalado nada al mejor deportista español de la historia. El único atleta capaz de generar una aparente unanimidad en un país dado a la división, predispuesto a la segmentación, propenso a la fracción y, dado el caso, al enfrentamiento. Pocas cosas como el balear han generado tanta unión, han concentrado tanta atención al mismo tiempo y un único deseo.

Mientras muchos, la mayoría, flaquea mediatizado por el simple influjo, por el impacto que genera el rival, por la leyenda que por sí sola disfraza el talante de un icónico adversario, Nadal afrontaba cada compromiso de enjundia como un reto, como un desafío. Sin complejo alguno, sin perturbación desde que asaltó el circuito profesional, de los mayores, sin llegar a haber cumplido los dieciséis años.

Con quince años y 330 días se erigió en el más joven en ganar un partido oficial ATP, meses antes de formar parte del cuadro del Masters de Montecarlo donde por primera vez venció a uno de los diez primeros jugadores del mundo, su compatriota Albert Costa. No levantó aún el trofeo en el Principado pero salió de allí convertido en el jugador más joven en irrumpir entre los cien primeros del mundo desde el estadounidense Michael Chang.

Fueron sus primeros pasos en la alta competición en la que se asentó definitivamente en el 2004, con 17 años. Después, atravesaría barreras, derribaría muros, uno tras otro. Y es que Nadal aceleró desde el principio. Invadió registros de precocidad. Fue el tenista más joven en ganar Roland Garros, con 19 años.. el de menos edad en lograr los cuatro Grand Slam, en conseguir el Golden Slam que solo poseen él y Andrea Agassi.. el más precoz en obtener la Copa Davis, con 18 años y seis meses…son los registros contra el tiempo del mejor tenista de la historia sobre tierra batida.

El ganador de veintidós Grand Slam, de 36 torneos Masters 1000, de 92 títulos del circuito ATP, con más semanas seguidas dentro de los diez mejores del mundo, el poseedor de más victorias seguidas en una misma superficie, 81 en arcilla, se echa a un lado y deja un espacio, un vacío, difícil de rellenar.

La irrupción de Carlos Alcaraz amortigua aparentemente la retirada. La efervescencia que disfruta el público con el murciano consuela al seguidor. Pero de momento, Carlitos es también uno de los mejores del mundo, un aliciente. Atractivo, espectacular, con un panorama inmenso por recorrer. Sin límite. Nadal va más allá. Traspasa el deporte. Es un fenómeno social. Un referente existencial. Y en el tiempo permanecerá a pesar de que el adiós era evidente, advertida por sus frecuentes ausencias, por las bajas por lesión, por la pérdida de protagonismo en los eventos.

Cuando asomó por el circuito, aún sin cumplir los dieciséis años, en el 2002, hacía solo unos meses que el euro había entrado en circulación como moneda única en doce países de la Unión europea, el Real Madrid conquistó su novena ‘champions’, la de la volea de Zinedine Zidane. España fue eliminada en el Mundial de Corea y Japón que ganó Brasil con los goles de Ronaldo Nazario. Llegaba Nadal. Se retiraba Arantxa Sánchez Vicario.

Un año después, el balear se adaptaba a tour. Fue el 2003 cuando Juan Carlos Ferrero, ahora mentor de Alcaraz, se erigió en número uno del mundo pero España perdía la final de la Copa Davis en Sydney, contra Australia, con Carlos Moyá, entrenador de Nadal en su última época, como una de las principales bazas del equipo.

Pero fue un 15 de agosto del 2004 cuando arnancó la exitosa leyenda Rafael Nadal. Logró en Sopot su primer título ATP, con 18 años. Se impuso en la final al argentino Nicolás Acasuso. Unos meses más tarde de que toda España, aún afectada, se sobrecogiera por los atentados del 11 de marzo, en la estación de Atocha. El mayor atentado terrorista sufrido por el país. Era un proyecto de estrella el manacorí al margen de los Juegos Olímpicos de Atenas que la delegación hispana cerró con diecinueve metales y explotó Michael Phelps, con seis oros.

Pero fue en el 2005 cuando Nadal disparó su repercusión. Cuando empezó a forjar su leyenda en Roland Garros. El despegue del balear. El inolvidable partido con Ivan Ljubicic en la final del Masters 1000 de Madrid. Un ejercicio que cerró con once trofeos. Lo ganó todo.

A partir de entonces no paró. Llegaron veintiún Grand Slam más. El asalto a la cima que coincidió con el oro logrado en los Juegos Olímpicos de Pekín 2008. La rivalidad interminable con Roger Federer. La irrupción de Novak Djokovic, la configuración del Big Four con Andy Murray. La consolidación y extensión del Big Three. El resto, es historia.

 

 

 

 

 

 

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