Motatán, el señor Meléndez y las curvas de San Pablo | Por: Orlando Rodríguez

 

Cuando yo tenía trece años para catorce, recuerdo que en Motatán comenzaba a perderse la vieja costumbre de mantener las puertas abiertas hasta avanzada la noche, cuando luego de cenar, se quedaban  los mayores conversando en las salas o en los quicios de las puertas, sentados en sillas de paletas. Y todo porque según decían mis papás y los vecinos en la  pulpería de Hildebrando Lucena, que un «bicho» con cola puntiaguda y cara de lechuza, se encaramaba en los techos de las casas y allí esperaba hasta que las  mujeres se descuidaran, para meterse a los cuartos y escondido debajo de las camas, salía una vez que éstas se acostaban y las adormecía y embarazaba, sin que sintieran «nada extraño»…

Mi papá y el señor Meléndez  tenían la costumbre de sentarse sobre el pretil del corredor, mientras fumaban «el último cigarrito de la noche» y echaban los  cuentos de cuando eran muchachos, casi siempre eran los mismos relatos repetidos y terminaban riéndose como si fuera la primera vez que lo hacían…

El señor Meléndez, manejaba una góndola a gasoil   y con ella hacia viajes para Caracas y también para  Maracaibo y San Cristóbal.

Él y mi papá se habían conocido hacía mucho tiempo desde cuando ambos trabajaron como obreros en San Timoteo y Bachaquero en los campos petroleros con una contratista de la Shell Petroleum Company.

En una oportunidad los enviaron a hacer un trabajo en una plataforma dentro del lago de Maracaibo, ambos  se cayeron desde la orilla del muelle y por poco se ahogan. Eso sucedió apenas el primer día de haber salido de tierra firme, luego de tan grande susto, no volvieron a aparecer por el trabajo. El delegado sindical consiguió que les pagaran una compensación adicional por el accidente.

 

Motatán y su encanto

El señor Meléndez era zuliano, pero le gustaba mucho Motatán, el clima y su gente. Entonces un buen día le pidió a mi papá que le arrendara una habitación y como nuestra casa era muy amplia con varios cuartos que no se usaban, y mi mamá quien era la «que mandaba de la  puerta para adentro» le alquiló el cuarto del fondo por  setenta y cinco bolívares al mes.

Ese cuarto también tenía una entrada por un costado de la casa y por allí el señor Meléndez estacionaba su góndola.

Mi papá era un hombre que no tenía muchas aspiraciones, y era por demás feliz viviendo en Motatán, donde había nacido y crecido. Cuando muchacho también había trabajado en el Central azucarero durante los meses de zafra y así como por jornadas, fungía de ayudante del maquinista del ferrocarril  que transportaba cemento y azúcar para El Puerto de La Ceiba.

Con el dinero, que él lograra reunir mientras estuvo trabajando en tierra firme con la contratista, puso una venta de quincallería en la que también vendía cervezas, maltinas, y frescos en botellas.

La pequeña tienda la puso en un saloncito anexo que había en nuestra casa, y compró en Carora una nevera «Frigidare» a  kerosén, que era la atracción de la gente del pueblo, quienes en su mayoría nunca se habían tomado una bebida fría en botella.

En la puerta de la casa se veían dos avisos de refrescos, uno de HIT y otro más grande de LUCKY CLUB.

El señor Meléndez -según él- sufría de un «mal incurable» que se lo había echado una mujer celosa cuando él era más joven, y su mayor problema era que «cuando a alguien le echaban un mal, éste no conocería nunca la cura -porque- quien echaba el mal, también se quedaba con la contra guardada»

Él contaba, en esas noches de conversas, montado en el pretil de la sala de nuestra casa (fumando el último cigarrito de la noche) que; «el remedio consistía en hallar a la echadora del mal y hacerla que moliera con una piedra, los compuestos de la contra, y dejarlos serenar por tres noches, cuando comenzara la luna llena, luego preparar un guarapo con siete astillas de canela y nueve clavitos de especias dulces, luego de hervir servir en unos pocillos de barro cocido y beber todo el contenido, los pocillos se debían romper lanzándolos contra el suelo, y así la  «liberadora» se adormecía mientras el «maleado» quedaba libre del mal»…

«Debido a ese mal, es que yo no tengo ni mujer, ni familia» decía el señor Meléndez.

Cuando yo cumplí los quince años había salido de sexto grado y no podría continuar estudiando porque el único Liceo cerca estaba en Valera y era, para mí muy difícil vivir por fuera y tampoco teníamos familiares con quienes compartir allá. Entonces yo quería aprender el oficio de maquinista de locomotora, pero el tren de Motatán al Puerto de La Ceiba había sido clausurado y eso hizo que mejor pensara en otra cosa…

Esa otra cosa, llegaría poco tiempo después de haber culminado la escuela, porque el señor Meléndez necesitaba un ayudante, decía que ya no quería seguir viajando solo «porque a veces el sueño lo dominaba»

Mi papá entonces le propuso que por qué no probaba conmigo?

Y el señor Meléndez aceptó muy gustoso, y ofreció pagarme doscientos cincuenta bolívares mensuales…

La última vez que yo había tenido cinco bolívares en mis manos fue cuando vino mi padrino en una Navidad y de eso hacía ya como siete años…

¿Doscientos cincuenta bolívares?

! No me lo podía creer!

Entonces me imaginé con alpargatas nuevas, un sombrero, unas  medias nuevas, un par de zapatos Rex con casquillos en las puntas de las suelas, y una navaja «pico e loro» para cortar caña de azúcar mientras íbamos a bañarnos en las aguas termales de «los baños de Motatán». También si ahorraba suficiente, hasta podría comprar mi propia góndola. «Me gustaría que fuera roja» -me dije-

Pero si llegaba a conocer alguna mujer en la carretera, no le comería la comida si no me la sirviera en una vasija de barro cocido, porque según mi mamá, «esa era la única forma que no le echaran un mal a uno, con una comida amañada».

Esa conversación fue un día sábado por la noche y el siguiente viaje del señor Meléndez y yo como su nuevo ayudante sería el lunes.

Saliendo de la casa a las cuatro de la madrugada, porque había que ir a cargar a Caja Seca una jaula con treinta novillos para llevarlos al matadero de «La mariposa» en Caracas.

Mi mamá muy contenta, me apertrechó con una hamaca nueva que tenía guardada, un termo grande con corcho nuevo, para el café, un mapire para llevar acemitas y queso de cabra, y una colcha para el frío…

!Doscientos cincuenta bolívares!

Con ese pensamiento, me fui a dormir…

El lunes salimos para Caja Seca y durante toda la mañana estuvimos cargando la jaula, y al mediodía salimos a la carretera y emprendimos el viaje (mi primer viaje oloroso a bosta).

Yo estaba acostumbrado al olor del trapiche, el tuche de caña…

!Pero no a miao, ni a bosta de ganado!

Nos detuvimos un rato para comer algo en «La gran Parada Andina» y de allí nos volveríamos a detener al caer la noche por los lados de Carora. Poco antes de comenzar el ascenso hacia las «curvas de San Pablo» que después supe que en total eran 365 como si fueran una por cada día del año. Había un gran estacionamiento de camiones y a un lado una gran casa con una puerta más bien angosta, y también algo muy curioso, y era que los bombillos afuera de la casa, eran todos de colores…

!Nunca había visto una casa así!

Guindamos las hamacas a ambos lados de la góndola y las protegimos con dos grandes ponchos de hule. El señor Meléndez  me pidió que me quedara cuidando el camión, mientras él saludaba a una prima en la casa de los bombillos de colores…

Como era mi primer día de trabajo, estaba muy cansado y no tenía ningún interés en acompañarle, y para cuando él regresó había transcurrido algún rato y me dijo algunas cosas que apenas escuché (yo estaba más dormido que despierto). No lo volví a escuchar hasta en la madrugada cuando encendió el motor de la góndola y los novillos se movieron nerviosos…

Mientras me lavaba la cara con agua de una garrafa que llevaba pude ver que las luces de colores estaban prendidas…

«En la casa de la prima del señor Meléndez como que no duermen» !me dije!

Después de cuatro días de carretera entre Caja Seca y Caracas regresamos al mediodía del día jueves al estacionamiento de la casa de los bombillos de colores y después de estacionar el camión el señor Meléndez me dijo que iba un momento a casa de la prima que debía «decirle algunas cosas».

Al igual que la vez anterior, se tardaría un buen rato, mientras yo aprovecharía para echar un «camarón».

Durante el tiempo que trabajé con el señor Meléndez esa era la rutina (dos paradas por viaje en la casa de los bombillos de colores y hablar unas cosas con la prima).

Mi mamá me había regalado un plato hondo y un pocillo hechos con barro cocido, para cuando comiera en la carretera me sirvieran allí, y evitar que me «echaran un mal en una comida amañada» Ese mismo día mi papá también me dijo que yo no tenía primas fuera de Motatán, que me recomendaba no entrar en esos lugares de la carretera donde habían bombillos de colores.

Quizá yo no era tan inocente, pero eran consejos de mis padres y para mí eran más que suficiente.

Después de casi diez meses de trabajar con el señor Meléndez, llegó el mes de diciembre y trabajamos hasta la primera quincena. Entonces saqué los ahorros debajo del colchón y los puse sobre la cama.

Tenía mil novecientos treinta bolívares, además sumaba un par de zapatos nuevos, un par de alpargatas, varios pares de medias, una bicicleta y dos sombreros… Al día siguiente me fui para Valera y le compré a mi mamá dos cortes de tela, uno floreado y otro color verde suave como las hojas de laurel, y además un figurín para que se hiciera un vestido con la señora Catalina la mamá de mi amigo Dimas, quien cosía muy bonito -decían-

A mi papá le compré una máquina de afeitar con dos paquetes de hojillas Wilkinson y una guayabera blanca para que estrenara el 24.

En enero volvimos al trabajo el señor Meléndez y yo, y en cada viaje que hacíamos para Caracas, hacía las dos visitas a su prima para «contarle algo».

Hasta el mes de mayo del año 71 cuando fue al médico y le encontraron que padecía de una «deficiencia renal crónica» y comenzaron haciéndole diálisis en el Hospital de Trujillo. Porque le habían pegado una enfermedad por «allá abajo» y no se la había tratado a tiempo y le había contaminado por completo el aparato urinario…

Mi papá, muy triste comentaba; que el señor Meléndez el mal que había sufrido desde muy joven, era que siempre «andaba entiempao» y que el hombre debe saberse dominar y también saber qué hacer…

Cuando murió el señor Meléndez, al entierro solo asistió gente de Motatán, y algunos amigos de Escuque y Betijoque y un hermano que vivía por Caño Zancudo, en la vía hacia El Vigía.

Pero no vino ninguna de las primas, que él siempre mencionaba y visitaba «para decirles unas cosas».

Con el dinero que yo había ahorrado me compré un tractor International motor 488C. y una rastra grande con barandas y durante ocho meses al año trabajaba cargando caña de azúcar, desde los tablones hacia el Ingenio de Motatán.

A principios de los 70s. fue terminada de construir la autopista Barquisimeto – Carora, y todo aquello que había sido la entrada hacia las «curvas de San Pablo» incluyendo el estacionamiento grande de camiones y la casa con la puerta angosta y los bombillos de colores, quedaron borrados para siempre, por el movimiento de tierra…

Por muchos años, y hasta hoy conservo mi pocillo y plato de barro cocido que me regalara mi mamá «para que no me echaran un mal en una comida amañada».

 

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