Las poblaciones humanas migran expulsadas o atraídas por determinados lugares y en sus fundamentos generalmente está la esperanza o su contrario, la desilusión. La pobreza sin esperanza expulsa a la gente hacia donde ven alguna posibilidad de sobrevivir con dignidad.
Hay lugares que atraen y lugares que expulsan, desde tiempos ancestrales. Otras que atraían y ahora expulsan consecuencia de sus errores. Otros lugares atraen luego de haber sido tradicionalmente expulsoras de su población, gracias a que han rectificado su camino y emprendieron los nuevos que conducen al bienestar. De todo hay en la historia, para el debido aprendizaje. Lástima que los pueblos tienen mala memoria.
Venezuela conoció bien la migración luego de la independencia, sobre todo la interna, entre aquellas regiones y lugares que continuaron la guerra ahora entre caudillos regionales, y las escasas que se dedicaron al trabajo creador. El Dr. José Gregorio Hernández nació en tierras trujillanas porque sus padres emigraron desde Barinas huyendo de la sangrienta Guerra Federal, pero luego se llevó a sus hermanos de Isnotú a Caracas porque en su tierra los pleitos no cesaban entre “Godos y Lagartijos” matándose sin saber por qué, estorbando a los que sembraban prosperidad con el café.
La migración rural – urbana experimentada en Venezuela es parte de la tendencia planetaria de vivir en las ciudades, dada la concentración en ellas de inversiones y oportunidades, y su contrapartida: el abandono de los campos. En Venezuela se acentuó este proceso sobre todo hacia las ciudades del centro norte costero y hacia las ciudades petroleras, gracias a la concentración de las inversiones de la renta petrolera, junto al abandono de la provincia.
Los venezolanos casi no conocíamos la emigración externa hacia otros países, pero como contrapartida sí recibimos una grande y útil inmigración extranjera, sobre todo europea y del cercano oriente, también de los vecinos cercanos como Colombia, Ecuador y Perú, y de los lejanos chinos que están en todas partes. Vinieron a buscar aquí la esperanza que no encontraban en sus lugares de origen, fundada en la bonanza producida primero por el café y luego por la producción petrolera.
Tradicionalmente Venezuela siempre tuvo un balance migratorio positivo, es decir la población que entraba al país era más numerosa que la que salía. A partir de 1999, justo cuando el país entró en una fase de bonanza financiera nunca antes vista, se inició un proceso que revirtió esta realidad.
Los precios del petróleo comenzaron a subir y se producían 3,5 millones de barriles por día, lo que permitió unos ingresos gigantescos calculados en 56.500 millones de dólares anuales. Entre 1999 y 2014 Venezuela recibió US$ 960.589 millones. A esto es necesario agregarle una insólita política de endeudamiento que sumó más de 60.000 millones de dólares.
A la par de esta abundancia financiera que pudo haber consolidado el desarrollo económico y social del país, se desató el más profundo y extenso desmantelamiento institucional de la república, se instaló la cleptocracia y una absurda política llamada Socialismo del Siglo XXI que colonizó todo el Estado: el gobierno, el congreso, el poder judicial, las fuerzas armadas, la salud, la educación, el banco central, el sistema de investigación e innovación y demás componentes. Lo que era independiente o autónomo fue atacado de manera inmisericorde, como las universidades, los medios de comunicación social, los partidos políticos y las comunidades de base. Los criterios de calidad y experiencia se sustituyeron por los incondicionales y el militarismo obediente. Todo se corrompió.
Lo que tenía que pasar pasó: el boom petrolero se convirtió en ruina y PDVSA en chatarra, al igual que las demás empresas del Estado. Hoy el régimen ocupa casi todos los espacios y las alternativas que son los partidos políticos ya no entusiasman a nadie consecuencia de su falta de grandeza. Las empresas se han debilitado hasta el extremo y las que sobreviven que son héroes nadando contra la corriente. Muchas personas se refugian en la religión y en la iglesia católica, que ha sido valiente en la denuncia y en la atención a los pobres, aunque uno la ve cada día más apegada a los ritos, ceremonias eclesiales y a los grupos de oración, sin la prioridad que debe tener en estos caos el compromiso social y el humanismo.
De ser el país de la esperanza nos convertimos en el de la frustración y el desencanto, de allí que, desde las ciudades y los campos, la emigración crece de una manera jamás vista, ni en Venezuela ni en el planeta en un país sin guerra. Nuestro país expulsa su población porque en ella, sobre todo los jóvenes, no encuentran esperanza. Y con ello causan gravísimos problemas en las propias posibilidades de sacar adelante al país, como en los países receptores que se ven en dificultades en atender el gigantesco tamaño de la población que llega.
El colapso de la esperanza tiene que ver con el colapso de un gobierno que no tiene capacidad de respuesta, de una oposición que carece grandeza para entenderse, de una sociedad civil desmovilizada y de difícil articulación, de un sector empresarial que lucha por sobrevivir. Lo que uno no entiende es que el tamaño de este drama tan grave, no haga mella en la conciencia de quienes tienen el liderazgo en el país. Es tiempo de héroes civiles.
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