Mi madre Josefa y la Valera de antier / Por Alfredo Matheus

Sentido de Historia

 

 

Con modestia, puedo manifestar que llevo 40 años escribiendo crónicas de la ciudad de Valera por el Diario de los Andes y El Tiempo, y jamás se me había “prendido el bombillo” de escribir sobre mi madre Josefa (Q.E.P.D.), mujer de “mil batallas”, que nació hace “un bojote” de años por los lados de la Cordillera del Humo, en Mendoza del Valle del Momboy, caminado despacito, son como tres horas de hermosas subidas.

Quizás por tenerla siempre a mi lado no valoré, en su momento, toda la grandeza humana que acompañaba a mi santa madre. Sin ser enfermera, en aquella Valera de hace 60 años, los vecinos acudían a “mamá Josefa” para que les ayudara en un “corre-corre” de salud que estaba viviendo algún familiar. Siempre se hacía acompañar de una imagen de José Gregorio Hernández, un frasquito de alcohol, algodón, agua bendita; yo le servía de asistente.
No sé qué “carrizo” sucedía, pero después que Josefa pasaba sus manos por la cara y cabeza del enfermo – con una paciencia única le frotaba alcohol y agua bendita-, el paciente volvía al mundo de los vivos. Los agradecimientos para mi madre llovían de todas partes, se sentía la mujer más feliz del mundo brindando ayuda a los demás.

Recuerdo a la señora Antonia, con cuatro hijos, todos menores de edad, en el momento que le daba el ataque de epilepsia, los muchachos entraban llorando a mi casa pidiendo a mi mamá que acudiera en ayuda de su progenitora. Josefa dejaba de hacer algo importante para acompañar a aquel muchachero a brindarle apoyo a este familiar tan especial. Sus manos le daban masajes por todo el cuerpo y se hacía el milagro: la señora Antonia volvía a sanar en un “abrir y cerrar de ojos”. Regresaba la santa paz a tan digno hogar.

 

Sopa para los indigentes

 

Recuerdo el amor infinito de Josefa por los pordioseros de esa época, hoy llamados indigentes. A golpe de las 12 del mediodía comenzaban a visitar mi hogar en la calle 14 con avenida 13, para calmar hambres atrasadas con las exquisitas sopas de caraotas, garbanzos, arvejas, que elaboraba mi madre. Algunos de mis hermanos se molestaban porque mi mamá los pasaba a comer en la mesa del comedor, ella, manifestaba que era humillante que almorzaran en la calle.

No encuentro explicación, ¿Cómo hacía para que le rindieran los alimentos?, pero todo el que pasaba por la casa pidiendo “un bocado” de comida, Josefa, le obsequiaba suculenta sopa preparada con el más grande afecto del mundo. Recuerdo a Gatea, Marcos «la horca», la viejita del bojote, Guacharaco, y otros que escapan a mi memoria, recibían su buena porción de comida.

 

Guerrera de luz

 

Mi madre, con su máquina de coser Singer, le tocó levantar un batallón de 11 hijos. Sobrevivió a grandes adversidades, así como caía, así se levantaba, le acompañaba eso que llaman “resiliencia”, que es la capacidad humana para padecer las situaciones más dolorosas, superarlas, aprender de ellas, y salir fortalecidos.

Tenía yo siete años, mi padre Juan de Jesús, tuvo un altercado con mi hermano mayor, Ernesto, quien venía de darle la vuelta al mundo como gran marinero. Mi hermano, dijo: “Me voy para no volver”, y cumplió su palabra; jamás volvimos a tener noticias de nuestro familiar, que si algo lo distinguió fue su “alma de hombre trabajador”.
Mi hermano no era de corazón duro, pienso que no supo trabajar eso que llaman “ego”, orgullo, y jamás volvió a pisar nuestra casa. El dolor de mi madre siempre la acompañó ante la ausencia de Ernesto, solo pedía a los santos del cielo lo protegieran donde estuviera y que le dieran fortaleza para aceptar tan cruda realidad.

 

La desaparición de Juancito

 

En 1979, en el primer gobierno de Rafael Caldera, un pelotón de funcionarios pertenecientes al Servicio de Inteligencia Militar (Sifa) allanaron nuestra casa en la calle 14, la vivienda la pusieron “patas arriba» buscando material subversivo. A mi hermano Juan se lo llevaron detenido, acusado de “guerrillero”. Mi madre recorrió puestos policiales y militares en busca de su hijo, la respuesta era la misma: “Señora, aquí no aparece ningún Juan Matheus”.

Fueron muchas noches de insomnio, angustia y miedo por lo que le podía haber ocurrido a nuestro familiar. En casa poco dormíamos, poco comíamos, solo pensando ¿Y dónde tendrán a Juancito? Me llamó la atención que sus amigos “izquierdosos” del liceo Rafael Rangel, ninguno se acercó a nuestra vivienda a preguntar por Juan, o lograr la manera de ayudar a mi madre en su viacrucis de todos los días buscando a su hijo en los despachos militares y policiales.

…Y llegó el milagro, las oraciones de mi madre Josefa dieron resultado: mi hermano fue puesto en libertad después de 30 días de desaparición forzada, no sin antes sufrir las peores humillaciones y golpes de la brutalidad militar. Después de esta penosa experiencia, Juancito no era el mismo de antes. Algo tocó su sistema nervioso. Murió años después atropellado por un vehículo en una calle caraqueña.

 

De mamá Josefa…

 

Aprendí y grabé para siempre los grandes valores humanos y espirituales que le acompañaban. Nunca la escuché hablando mal de nadie, a pesar de los momentos más duros que vivió. El resentimiento y el odio no pudieron atraparla. Tenía una fe asombrosa en la oración, su habitación era lugar sagrado donde sobresalían imágenes de numerosos de santos. Los domingo, no se “pelaba» una misa en la iglesia San José.

 

Crió a 30 niños

 

Tenía una inteligencia emocional más que asombrosa para darle respuesta a las dificultades del diario vivir. Ayudó a criar, más de 30 muchachos del Consejo Venezolano del Niño, muchachitos que sobrevivían en condiciones infrahumanas, llegaban a casa y comían a reventar, muestra del hambre que estaban pasando. En una semana aquellos niños ya reían, disfrutaban en un ameno hogar, mi madre los atendía como si fueran sus propios hijos. Por ahí me encuentro a algunos de estos hombres y mujeres, algunos, ya son abuelos, y me dicen: Gracias al cuido de su mamá Josefa, yo estoy vivo.

Para mi madre Josefa, un Dios le pague por todos esos ejemplos maravillosos que nos dejó. Ese amor infinito a la humanidad. Ese don de servicio. Fue una verdadera “guerrera de luz» en mil batallas, donde el amor que profesaba pudo sepultar todo resentimiento por las malas jugadas que la vida le hizo en algunos momentos.

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