Las penurias de Voltaire no cesaron pese haber entregado todo el fardo de poesía de Federico II El Grande de Prusia, sino que aumentaron y el controvertido autor que había vivido en las cortes de tres reyes, continuaba siendo víctima de las persecuciones del soberano de Potsdam, enojado porque había sido abandonado por uno de los intelectuales más influyentes de su tiempo.
Junto a su sobrina que vivía en Frankfurt que le había brindado alojamiento tras ser perseguido por Federico II, el escritor fue confinado a una reclusión en un maloliente hotelucho de la localidad. Cuenta Voltaire que no contento con esas arbitrariedades a que le sometió el caprichoso soberano, surgió de las sombras un librero, que él califico de bribón de oficio que le cobró una deuda dejada por el rey, luego de una edición de sus libros. El escritor tuvo que pagar una deuda que no le correspondía. A todas estas, el escritor seguía arrastrando deudas, otro bribón, ahora un comerciante, aprovechando que Voltaire estuvo detenido, se apropió de sus pertenecías y el hombre de letras vio comprometido sus bienes por las apetencias de un bellaco. Por fortuna, su querida sobrina, Denis, que guardaba gran simpatía por el escritor no lo dejó a merced que aparecían uno tras otro.
Denis, por fin, logró trasladar a su tío a Lyion, fuera del alcance del rey prusiano, su antiguo protector que se había transformado en su peor perseguidor. En la ciudad francesa, relata Voltaire que «fue recibido con exclamaciones, a excepción del cardenal de Tención, que a su juicio, «Era un próspero» prelado, por lo que su permanencia allí fue breve. Casi inmediatamente fijó su domicilio en las afueras de Ginebra, donde compro una pequeña finca «que le costó el doble di la hubiera comprado en los alrededores de París». Situada a un lado del lago ginebrino, era lindo y cómodo el aposento, elogió.
«El Rodano, sale del lago a borbotones y forma un canal al pie de mi jardín. El río Arve, que baja de Saboya, se precipita en el Rodano, eran unas cien casas de campo; cien jardines adornan las márgenes del lago, a lo lejos se yerguen los Alpes, montañas cubiertas de nieve», era la bella descripción que hacía de su refugio el escritor.
Voltaire se había preocupado por poseer otra casa en Lausanne, pero la de Ginebra la consideraba más hermosa y confortable. «Encuentro en estas dos viviendas lo que reyes no dan, o más bien lo que quitan; reposo y libertad». Abría su corazón y proclamaba, al referirse a sus dos aposentos en Ginebra y Lausanne, «Esto hará reventar de dolor a más de uno de mis compañeros de letras, sin embargo, yo no nací rico; muy lejos de eso. Me preguntan por qué artes he llegado a vivir como un asentista, y es bueno decirlo, para que cunda el ejemplo. A fuerza de ver a literatos pobres y despreciados, pensé hace mucho tiempo que no era cosa de aumentar su número. En Francia hay que ser yunque o martillo, yo nací yunque.
Tras advertir Voltaire cuán volátiles son los patrimonios reducidos, y cómo con el tiempo se diluyen por las fluctuaciones de los precios, e intervenciones del estado, destaca en sus memorias, «Nada más sabroso, cómo labrarse uno mismo su fortuna; el primer paso cuesta más trabajo; los otros son más fáciles. Hay que ser económico en la juventud; así en la vejez se encuentra uno sorprendido con un capital. En esa edad es cuando hace falta la fortuna; yo la disfruto ahora, y, después de haber vivido en las casas de los reyes, me he hecho rey en la mía, a pesar de inmensas pérdidas». En 1755, mientras Voltaire vivía entre Ginebra y Lausanne, en completo sosiego y tranquilidad, los reyes en las cortes que frecuentó, no la pasaban nada bien, habían estallado las disputas territoriales e iniciaban las confrontaciones.