MARIO BRICEÑO IRAGORRY: SU  DISCURSO FORMATIVO  EN LOS CENTROS EDUCATIVOS | Por Alexis del C. Rojas P.

Universidad Nacional Experimental “Simón Rodríguez”. Núcleo Valera

 

En la formación alcanzada nada desaparece,

                                                   sino que todo se guarda.

Hans-Georg, Gadamer

 

La valoración del discurso  formativo  de Mario Briceño Iragorry en los distintos niveles  del Sistema educativo venezolano bajo la premisa  de comprender más que de explicar,  brinda un aporte revelador  al aprendizaje de la historia venezolana.  Más allá de la tradicional memorización de fechas, héroes y acontecimientos, en ocasiones,  vista de manera  despersonalizada o desvinculada  de lo que realmente  somos o constituimos, importa desarrollar un proceso de conocer desde la comprensión humana.

Conocer nuestra referencialidad histórica cultural en una  dimensión formativa de  lo humano implica un proceso de experiencias intersubjetivas del conocimiento y ampliación de la realidad,  que le permite al estudiante descubrir y construir sentidos reales; es decir una formación bajo la concepción,  desarrollada por Jorge Larrosa (2003), de “La relación entre el saber y la vida misma”, relación donde el educador juega un rol fundamental.

El pensamiento de Mario Briceño Iragorry, precisamente convoca de manera inquietante y con profundo matiz formativo y pedagógico, diría que en toda su producción histórica-literaria, a remontarnos a nuestro pasado histórico para reconocernos en él y desde allí edificar  nuestro presente, forjar una conciencia histórica y generar nuestro sentido de venezolanidad, con énfasis en la dialógica relación entre “el saber y la vida”. Y que podemos ver, por ejemplo, en la configuración que el escritor hace  de su tierra natal, asumida desde su experiencia de vida, desde la singularidad de su ser.

Esta dualidad, nos lleva a un saber que invita al estudiante a entrar al conocimiento desde su propio mundo o interioridad,  a caminar en la búsqueda de sentidos. De manera que la tarea que debe guiar a los educadores  es la de formar y fortalecer conciencia en los estudiantes desde verdaderas experiencias de aprendizaje. Zambrano Leal (2007, p. 29),  lo plantea claramente cuando afirma que “La experiencia es tal vez el concepto más importante para la formación. Toda experiencia nos transforma pues nos da que aprender”. Esta conceptualización estudiada también por Larrosa (2003, p. 58), es concebida como “aquello que nos pasa, o nos llega, o nos acontece, y al pasarnos nos forma o nos transforma. Solo el sujeto de experiencia está, por tanto, abierto a su propia transformación”.

Todo aprendizaje bajo esta concepción resulta más significativo y gratificante, en tanto que implica un proceso  en la fusión de lo objetivo y lo subjetivo, de las relaciones del ser humano con el otro, consigo mismo y con el entorno, que permite tanto al educando como al educador descubrir, comprobar y construir significados reales y auténticos. Tal como lo señala Morín (2000: 63), todos los conocimientos de las ciencias humanas, son un medio de proyección personal del hombre que permite revelar la interioridad de la existencia, desde la dimensión del carácter complejo y doble de lo humano:

El ser humano es un ser racional e irracional, capaz de mesura y desmesura; sujeto de afecto intenso e inestable; él sonríe, ríe y llora, pero sabe también conocer objetivamente…es un ser invadido por lo imaginario y que puede reconocer lo real…que se alimenta de conocimientos comprobados, pero también de ilusiones y de quimeras (p.63).

Y son varias las obras de Briceño Iragorry a través de los cuales podemos lograr valiosos encuentros de aprendizaje, acercarnos al conocimiento comprensivo; pues su discurso está condensado en una gama de concepciones y sentimientos que lo edifican como un hombre profundamente humanista, manifiesto de entrada en su célebre y elocuente  frase: “Tierra de María Santísima”, configurativa del sentimiento y respeto por su lugar de origen, el arraigo y querencia por su ciudad natal.

Entre las nociones que fluyen en su discurso se tiene en primer lugar, los sentimientos genuinos que resuenan en su mundo interior, la manifestación del yo, donde la subjetividad aflora. Y que podemos apreciar, por ejemplo, en su obra Mi Infancia y Mi Pueblo (1951), donde conjuga hermosamente el amor maternal y el amor a la tierra natal:

Cuando la pienso, he de verla siempre unida al panorama de mi tierra nativa. Y porque amo desmedidamente el recuerdo de mi madre he de amar con pasión semejante el lugar donde ella me dio a luz y donde me nutrió para la vida (Briceño Iragorry, 1997, p. 13).

 

Esta fusión precisa a detenernos en la  ilustración del vínculo afectivo de la familia, lugar de sus primeras enseñanzas, donde nutre la sensibilidad humana, edifica los valores éticos morales,  además de encaminar  el mundo del sueño. Representado en primera instancia en la abuela materna, “la única que conoció”, que “no entendía otra nobleza sino la virtud”, mujer de un profuso amor y de quien escuchó grandes anécdotas.  La imagen del padre, hombre honrado, de valores inquebrantables, apasionado del mundo de las constelaciones,  quien le enseñó a mirar el firmamento, “a viajar por las estrellas” (óp. cit., p.47). Y con mayor representación en el tiempo, se muestra  la imagen de la madre, quien le enseñó “amar la vida”, a valer por “las acciones humanas”, a valorar sus virtudes,  a guiarlo en sus estudios, pero también a soñar, a potenciar el estado natural de la infancia. “Ella… me enseñó a soñar desde muy niño…ella me explicaba el lento vuelo de las nubes” (óp.cit., p.13).

En esta triada familiar hacedora de valores y de ensueños Mario Briceño Iragorry forma su mundo infantil, a la que evoca y elogia con bondad y grandeza. Espacio que entrelaza con su lugar de origen, vínculo afectivo que de igual forma revive en la memoria para reencontrarse con el origen histórico-geográfico de su alegre mundo infantil, para rendir “homenaje a la tierra nutricia donde empieza para cada ciudadano el área generosa y ancha de la patria” (óp. cit., 17). Donde exalta su apacible Trujillo, cuando era todavía una colonia agrícola, con su paisaje, topografía, sembradíos, primitivas y pintoresca casas de humildes moradores.  Allí vive la alegría de su mundo infantil en medio de una peculiar forma de vida caracterizada por el sedentarismo, sencillez, humildad, recato familiar, donde el aislamiento y poca movilidad social hacía asumir pequeños eventos cotidianos como grandes aventuras generadoras de alegría.

Otra de las nociones que  lo edifica en su condición humana, y que se hace necesario proyectarlo en las nuevas generaciones, lo constituye el   atributo moral y espiritual, el cual más allá de la estrecha conexión con la religión católica  abarca la capacidad de trascendencia  del ser humano,   al hallar sentido y valor  a los comportamientos virtuosos como la gratitud, la humildad, la bondad o la compasión, entre otros. Por tanto, debemos ser más reflexivos, ser más conscientes, responsables   y honestos con  nosotros mismos. Una mirada de esto, lo registra el escritor en su estupenda obra El Caballo de Ledesma (1942, p.p. 84 y 86), cuando señala: “Hay crisis de caridad porque hay crisis de espiritualidad (…) Sólo la caridad puede transformar el presente y preparar la mañanera aparición de la justicia”.

Una tercera noción que prevalece en su discurso  es la valoración cultural, autóctona, configurativa del pasado, en el que busca afanosamente la preservación de la cultura tradicional venezolana  con profundo sentimiento, sentido de pertenencia e identidad nacionalista. En Mensaje sin destino (1951), por ejemplo, manifiesta  con preocupación el quiebre de nuestra cultura: la  sustitución de costumbres, tradiciones, la incursión de productos foráneos, el desplazamiento de la economía agropecuaria a la economía minera y, con ello la deformación de nuestra lengua; en fin, la ilusión por lo novedoso frente a nuestros propios valores culturales. Esta consideración se reafirma en las propias palabras de Briceño Iragorry: “No hemos buscado en nosotros mismos los legítimos valores que pueden alimentar las ansias naturales del progreso” (Prólogo del autor,  p. XXI).

Todo esto dentro de la recurrente noción de una conciencia social y nacionalista  fundada en las raíces de su propio ser,  como esencia fundamental para entender la tradición histórica a la que todos pertenecemos: “Para saber quién soy y para saber lo que es la gran patria venezolana, tuve que empezar por buscarme a mí y por buscar mis raíces venezolanas en el suelo y en la historia de Trujillo” (Briceño Iragorry, 1997, p.14).

Su preocupación y compromiso va más allá de una óptica identitaria, local o regional; pues su claro propósito era el de configurar un horizonte histórico con trascendencia nacional y latinoamericana, enunciada a través de sus profundas concepciones de: patria, ciudadanía, sentido de pertenencia, conciencia histórica-social, histórica-cultural, bajo el precepto de la ética moral republicana.

En sus obras vemos un pensamiento comprometido que emerge de su esencia humana, creadora de un estado de conciencia histórica y  agudeza reflexiva, merecedora de ser difundida en todas las instancia del desempeño humano; pues nos permite saber y comprender lo que somos como entes históricos. De allí, la importancia de proyectar su aleccionador discurso en las nuevas generaciones frecuentados en los centros educativos. Ellos, constituyen el “alba nueva”, en tanto que, como bien lo enuncia Briceño Iragorry en El Caballo de Ledesma (1942, p. 43),  “Con dinero los hombres podrán hacer un camino pero  no una aurora. Y estamos urgidos  de amaneceres. Necesitamos un alba nueva”; y esta, sin duda,  la podemos encontrar o forjar en los centros educativos.

Para esto requerimos de educadores con sensibilidad, condición humana y espíritu fervoroso,  representativos, por ejemplo,  de la figura de Alonso Andrea de Ledezma, prototipo de valentía y defensa de la dignidad humana o de la figura del Regente Heredia, modelo moralizante, ejemplo de una auténtica actitud nacionalista, para crear espacios  de formación dinámicos y creativos  donde se logre desmontar compresivamente nuestro referente histórico-social, “el caballo de Ledesma…Pide hombres de fe en los valores del espíritu a quienes conducir” (óp. cit., p.97).

 


Referencias Bibliográficas

Briceño Iragorry, Mario. (1997). Mi Infancia y  Mi pueblo. Trujillo-Venezuela: Comisión Regional-Trujillo, Año Centenario del Natalicio de MBI.

————————. (1942). El Caballo de Ledesma. Caracas: Élite.

————————. (2004). Mensaje sin destino. Caracas: Monte Ávila Editores.

Larrosa, Jorge. (2002). Más allá de la comprensión: lenguaje, formación y pluralidad. Caracas-Venezuela: Coedición CDCHT y Revista Ensayo y Error UNESR.

Morín, Edgar. (2000). Los siete saberes necesarios a la educación del futuro. Caracas: UNESCO / IELSA.

Zambrano Leal, Armando. (2007). Formación, experiencia y saber. Bogotá: Magisterio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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