Nació peleona, obstinada. No santa. Carmen Elena Rendiles nunca lo ocultó. Madre Carmen, la piadosa, siempre puso su espíritu rebelde en oración.
Se sintió muy cercana a Dios desde pequeña, ungida por Él.
Y no se debió a su condición, nació sin el brazo izquierdo. Carmen Elena no hablaba con Dios para recriminarle, sino para que la valentía forjara su mente, cuerpo y corazón.
El brío nunca la abandonó. Incluso cuando en su lecho de muerte pidió permiso para marcharse de este plano. Un acto de obediencia que, según el cardenal que le dio la absolución, obtuvo la bendición del Altísimo.
El humor es santidad, dicen. Y Madre Carmen fue prueba de ello.
Mucho se sabe de su vida, obra, beatificación, milagros. Pero pocos saben su historia contada por quienes la conocieron, siguieron su ejemplo, recibieron un toquecito en el hombro y no un abrazo como sinónimo de afecto, se sentaron en la misma mesa a comer y oraron con ella.
Su llamado es silencioso, pero férreo. Y su historia, un legado en construcción.
Era tan parca, mortificada y sacrificada que nunca nadie supo qué le gustaba y qué no. Así la recuerda la Madre Rosa María, superiora general de Casa Madre, hogar de las siervas, quien la conoció cuando tenía 15 años.
La primera casa habitada por Madre Carmen como religiosa, lugar donde se forjó e hizo vida, está impoluta. La puerta que cruzó aquel diciembre de 1926, cuando supo que entregaría su vida a Dios, es la misma.
“La Madre fue de esas que comía lo que llegaba a la mesa”, fue lo primero que recordó la hermana. Sonreía pensándola.
“Solo sabíamos que le gustaba la comida caliente, pero no siempre llega así. Ella igual agradecía. No tenía problemas, todo se lo ofrecía a Dios”.
Pasaba por la vida, agrega, sin estridencias.
De aquella casa donde nació el 11 de agosto de 1903, en la Parroquia Santa Teresa, entre las cuadras de Glorieta a Maderero cerca de la Avenida Baralt, solo queda la cama donde dio a luz su madre, Ana Antonia Martínez, y que ahora está en el colegio que fundó.
Allí recibió clases y exploró su fe cristiana, pero también aprendió los oficios de cocina, limpieza y bordado. Este último le permitió bordarle la pedrería al vestido de novia de su hermana mayor, Ana María.
Se paseó por la música, la pintura y el dibujo. También por deportes como el críquet y el beisbol, en los que era buena a pesar de su condición.
Lo disfrutaba tanto como escaparse a la carpintería de un vecino de apellido Ramírez, donde aprendió el oficio. De hecho, columnas para floreros, escaparates y mesas de noche con guacales, hechos con su mano derecha, siguen reposando en Casa Madre.
Nunca recibió un trato distinto por su condición. En su casa era una más. No una minusválida. Aunque sí la protegían de miradas y encuentros que pudieran hacerla sentir mal, sobre todo de niña.
“Papa Dios le había permitido nacer sin el brazo para que no ostentara de las modas del momento”, navega entre recuerdos la supervisora de Casa Madre. Ninguna conoció a Carmen Elena, la chica, pero supieron quién era a través de Madre Carmen.
“Aquí me quedo”
Carmen Elena sintió su primera conexión con Dios a los 15 años. No fue un llamado sino una clara inclinación a tener una mejor relación con Él. No bastaba con el rosario diario o la misa dominical, había disciplina y obediencia.
Estudió en el Colegio San José de Tarbes. Allí aprendió francés, muy útil durante su iniciación en la vida religiosa. Traducía las cartas que enviaban desde Francia al convento.
A los 17 años uno de sus hermanos murió y ella enfermó de los pulmones. Fue enviada a Los Teques para ayudarla a respirar mejor y fortalecer su sistema inmunológico. Allí encontró refugio en la catequesis y se volvió más religiosa.
Comenzó a visitar conventos por curiosidad, pero recibió mucho rechazo.
La ausencia de su brazo era tema de conversación entre religiosas, algunas la consideraban una carga. Eran muy exigentes los oficios que se practicaban en las congregaciones.
Desencantada pero nunca privada de fe, decidió regresar a Caracas y vivir una vida de amistad con Dios. Se dedicaría a la caridad.
La Madre Mercedes Aguerrevere, quien perteneció a una de las familias más importantes de principios de siglo en Venezuela, fue la responsable de que cambiase de opinión.
Tenía 24 años cuando la llevó a Casa Madre. La superiora, la Madre Antonieta Paconier, le abrió las puertas sonriendo. Y allí dijo: “Aquí me quedo”.
Un acto de obediencia
Se inició formalmente en febrero de 1927.
Nunca pidió ayuda. Se sabía peinar, vestir y cortar las uñas. Lavaba, planchaba, cocinaba y ordenaba. Hacía de todo. Siempre callada, sin quejarse. Pero seguía siendo Carmen Elena Rendiles.
Recién llegada a la casa, le tocó lavar y doblar la ropa. Su superiora, dándose cuenta de ciertas arrugas, la obligó a rehacer sus tareas. Luchando contra su rabia contenida lo hizo.
Igual que cuando coció mal un broche y ante aquella observación, se levantó molesta a cuarto a hacer su maleta. Recordó a su madre: “Carmen Elena, no me gustan las niñas que se casan y se divorcian. Tampoco las que dejan sus hábitos. Esto es para toda la vida”.
Frenó su acto de rebeldía. Y Dios, quien claramente la estaba poniendo a prueba, le dio fortaleza.
Comenzó su fiel obediencia. Le costó, pero estaba dispuesta a hacer solo cosas que le agradaran al Señor. “Obedecer es un camino”, señala la Madre Rosa María. “Y eso fue lo escogido por Carmen Elena para convertirse en Madre Carmen”.
Servir a Jesús
En dos años completó su formación. Aprendió de la congregación de las hermanas francesas costumbres, obligaciones, derechos y deberes. Amó, oró, actuó. Pero tiempos difíciles siempre hubo.
Uno de ellos involucró a su hermano menor, a quien se llevaron preso en una redada estudiantil que protestaba contra la dictadura de Juan Vicente Gómez.
“Señor, haré lo que tú quieras. Iré a apoyar a mi madre que tanto me necesita si así lo dispones”, reza en sus escritos.
Sus plegarias fueron atendidas cuando una alumna de catequesis, hija de un amigo del expresidente de Venezuela, logró que lo soltaran. Cuando su progenitora lo sacó del país, ella continuó su camino de obediencia, alimentándose del Carisma de Dios, bebiendo de él.
Pronunció sus votos, más segura que nunca, y los renovó por 3 años consecutivos hasta conseguir los perpetuos.
Casa Madre, su verdadero hogar
Casa Madre perteneció a una hermana venezolana que vivía en Francia, quien facilitó la estancia en el país de dos religiosas francesas que pretendían fundar la congregación Siervas de Jesús en el Santísimo Sacramento en Caracas, explica la Madre Rosa María.
La comunidad sigue activa, pero ya no en Venezuela.
Después de la Segunda Guerra Mundial, describe la superiora, la congregación decidió seguir un rumbo que no necesariamente se alineaba con los ideales y tradiciones de quienes estaban en el país representándola.
Madre Carmen, apoyada por las autoridades eclesiásticas, entre ellos el primer Cardenal de Venezuela, Humberto Quintero, fundó una comunidad que preservó y continuó con el Carisma del Señor como lo habían conocido, pero esta vez como Siervas de Jesús.
Madre Carmen quería permanecer unida a las hermanas de Francia, quería hacer una provincia. Pero no pasó. “Después de unos 10 años de roces, luchas y tensiones, se pudo lograr la constitución de las Siervas de Jesús con la ayuda de Roma. Se firmó el decreto el 23 noviembre de 1965 y el 25 de marzo del año siguiente se oficializó”.
Aquel terreno en Los Palos Grandes
Pasaron los años y así como creció su fe también lo hicieron sus ganas de seguir amplificando el mensaje: con Dios todo. Siempre de la mano de la educación. Un terreno baldío -ubicado en Los Palos Grandes- para expandir el noviciado de las Siervas, llegó en el momento justo.
Había sido un regalo sorpresa de su cuñado, Diego Cisneros Bermúdez. Su hermana Albertina contrajo matrimonio con el patriarca de la familia Cisneros, que con los años se convertiría en una de las más ricas y poderosas de Venezuela y Suramérica, al ser dueños de Coca-Cola y del ahora conocido como conglomerado Cisneros Media. Madre Carmen fue tía materna de Gustavo Cisneros Rendiles.
Gracias al detalle, no tendría que caminar por sectores vulnerables. Enseñaría desde un espacio propio. Lo que fue concebido como un lugar de vida religiosa (había muchas peticiones para ser parte de la congregación) se convirtió en el Colegio Belén, otro de sus grandes sueños.
Primero fue un prescolar, luego una escuela primaria. Poco a poco, las hermanas fueron sumándose a la docencia y llegó el bachillerato. El ciclo se había completado en pocos años.
“Siempre fue muy cercana. Sobre todo con los alumnos. Bondadosa, respetuosa y cariñosa”, rememora Rosa María. “La conocí llena de humor. Nadie sospechaba que fue la mejor jugando al escondite y a la candelita. También sabía cómo romper tensiones preparando almidoncitos con las hermanas”.
La hermana viaja a su adolescencia y cuenta que Madre Carmen le tenía mucha paciencia. Ella estuvo yendo y viniendo a Casa Madre, durante un año en su adolescencia, sin tomar una decisión.
Un día, a pesar de que no le gustaban las monjitas, le pidió a Rendiles que la dejara ingresar sin más, sin espera, porque no quería acobardarse de nuevo. “Madre Carmen fue parte de mi decisión. Esa mujer tan natural, pero sinónimo de la más pura penitencia y sacrificio, me dio la bienvenida. Ahí me dije que ‘los santos se ven así y son tan normales como ella”.
Era una persona de oración muy profunda, añade. Recibió muchas gracias y fortalezas desde la oración. Su conocimiento de Cristo fortaleció su fe. En vida, insiste, tuvo poder a través de sus peticiones y palabras, incluso cuando un accidente automovilístico casi le cuesta la vida, o a pesar de padecer de deficiencia pulmonar y de una artritis que deformaba dolorosamente sus huesos. O de la grave complicación con su urea, que subió a niveles irrecuperables en su lecho.
Aguantaba. Sabía cómo. Así lo había enseñado Dios. Murió el 9 de mayo de 1977 en la Clínica Luis Razzetti. Un día después del Día de las madres, a las 8:15 de la mañana.
Y nunca hubo duda: la Madre a la que los obispos de Venezuela le pedían la bendición de rodillas, que ofrecían catedrales para el reposo de sus restos, sería santa.
“Murió con el olor a santidad”, recuerda como una película la Madre Rosa María. “La gente tocaba su urna con medallitas, con los dedos, para llevarse algo de ella”.
Fue a partir de su muerte que comenzaron a recopilar sus testimonios y escritos. Las hermanas, incluyendo a la suya de sangre, Hermana San Luis, recopilaron en un libro sus pensamientos, El viaje de Madre Carmen.
En 1994 ya estaba bastante avanzado el proceso de beatificación, así que se pidió el permiso a Roma y en 1995 se comenzó el estudio de sus virtudes y fama de santidad, su vida y obra.
Milagros, favores e intercesión
Para comprender la naturaleza de las gracias divinas es crucial distinguir entre intervención, favor (a menudo resultado de la intercesión) y milagro.
Intervención, explica la sierva de Jesús, se refiere a la presencia activa de la Madre Carmen en un momento o situación particular. Su cercanía, su espíritu o su influencia se hacen sentir de alguna manera, preparando el terreno o siendo parte de un evento significativo.
Es la respuesta a la pregunta de «por qué ella estuvo allí», indicando una conexión o un papel relevante de su parte.
Un favor implica una petición elevada a Dios a través de la intercesión de la Madre Carmen. Es un acto de gracia divina concedido en respuesta a esa súplica.
“Cuando se dice, por ejemplo, ‘ella lo pide y Dios lo da’, estamos hablando de este tipo de favor. No es un acto directo de Madre Carmen, sino un don de Dios mediado por su plegaria”.
El milagro trasciende las leyes naturales y la comprensión científica. Generalmente, se manifiesta en el ámbito de la salud, representando una curación inexplicable o un evento que desafía toda lógica.
Lo vivió la doctora Trinette Durán Branger, médica venezolana y docente con 40 años de trayectoria, quien experimentó un vuelco trascendental en su vida tras una descarga eléctrica que, años después, en 2003, la sumió en un dolor crónico y atrofia en su brazo derecho.
Tras la evaluación de 21 especialistas y la necesidad de cirugía, un impulso la llevó al Colegio Belén, donde reposan los restos de Carmen Rendiles.
En la capilla comenzó a orar. Tras ello, precisamente su hermana de sangre, San Luis, la llevó al cuarto donde había estado Madre Carmen. Allí, ante su retrato, ambas vivieron un fenómeno inexplicable: una energía intensa y una luz emanaron de la imagen, mientras el espacio circundante parecía expandirse.
En ese instante, Durán sintió un calor profundo recorrer su brazo afectado. Se desmayó. Al despertar, la religiosa dijo que no pasaba nada. La sanación fue instantánea y el dolor desapareció. La cirugía programada para esa tarde se pospuso por una lluvia torrencial. La recuperación total de la movilidad de su brazo sin intervención asombró a su médico.
Este suceso, reconocido como el primer milagro para la beatificación de Madre Carmen, es un testimonio del poder de la fe y la misteriosa intercesión divina. Durán, quien solo pidió una buena cirugía, recibió una sanación milagrosa, un rayo de luz que transformó su vida.
Madre Carmen no realizaba milagros. Como una fiel sierva de Dios, elevaba sus plegarias al Todopoderoso, a quien correspondía obrar tales prodigios. «Madre Carmen se lo pidió a quien se lo tenía que pedir», señala María Rosa.
Los dos milagros reconocidos en su proceso de beatificación y canonización no son eventos aislados. Existe un vasto testimonio de gracias y favores atribuidos a su intercesión que aún requiere una recopilación exhaustiva.
“Podemos afirmar, sin lugar a dudas, que los favores concedidos por su mediación son innumerables”, destaca la hermana.
El gran “secreto”
La hermana Diana Luján tiene 28 años y profesó sus votos perpetuos hace tres meses. Irradia una serena determinación sentada en el jardín floreado de su hogar, Casa Madre.
Su misión actual es clara: custodiar y organizar el archivo histórico de la Madre Carmen. Honor y responsabilidad que asume con nobleza sutil, consciente del legado que sus manos resguardan.
Con esa consciencia se atrevió a contar otra parte de la historia. La del segundo milagro.
Cuando se despertó del coma, aquella joven entendió que su vida era producto de un milagro.
Pidió pasta con carne como si no hubiese pasado un año sin probar bocado. Como si su estado vegetal y la sonda que la mantenía viva no hubiesen existido jamás. Como si su desahucio médico fuese solo un mal recuerdo.
El segundo milagro atribuido a Madre Carmen era un hecho y la protagonista una adolescente cuya identidad permanece en el anonimato.
El Cardenal Baltazar Porras lo explicaba. Cuando Dios actúa, el protagonista es Él, no el instrumento. La decisión de la involucrada y su familia de mantener el secreto refuerza esta verdad: la centralidad del milagro reside en la misericordia divina, no en la persona sanada.
Un diagnóstico inexplicable
El milagro se gestó en Caracas. Una joven de 15 años, llena de vida, fue diagnosticada con una hidrocefalia triventricular idiopática. Sus tres ventrículos cerebrales estaban obstruidos, inflamados, sin causa aparente. En una primera cirugía le implantaron una válvula y, durante un año y medio, la joven retomó su vida. La esperanza florecía.
Pero a los 17 años, recayó. La válvula falló y siguieron cinco cirugías. En el ínterin, el diagnóstico se agravó: meningoencefalitis bacteriana, una grave infección en el sistema nervioso central. La joven entró en un estado vegetativo y cayó en coma. Permaneció así un año en la Clínica Luis Razetti, en una lucha silenciosa, alimentada solo por la fe.
Un día, la madre de la joven, rompiendo su rutina en el hospital, encendió el televisor. Era 2018. Justo entonces supo de la beatificación de la Madre Carmen. Aquel instante sembró una semilla de fe inexplicable.
Ella y su hermana, conmovidas, iniciaron una plegaria por la sanación de la joven. Se sumó luego toda la familia.
En septiembre de ese mismo año, el grupo se reunió en casa de un pariente, donde habían montado una suerte de terapia intensiva casera. La joven cumplió 18 años. La tristeza y la desesperanza invadían el ambiente; los médicos no daban falsas esperanzas. Moriría.
Pero la sorpresa llegó el 19 de septiembre cuando despertó diciéndole a su madre: «Quiero hablar con mi abuela». Nadie lo podía creer. Era imposible que algo así sucediera.
Esa misma tarde, la joven pidió de comer y se devoró un plato de pasta con carne después de meses de alimentación por sonda. Luego, se levantó y caminó. La sanación fue súbita, milagrosa.
Actuaba como si nada hubiera sucedido. Dios y Madre Carmen habían intervenido. La habían salvado y el milagro se había obrado justo en el año de la beatificación de la Sierva de Jesús.
La fe de la familia se mantuvo. Acudieron a una Eucaristía en el Colegio Belén, pidiendo la intercesión de la Madre. Tiempo después, la joven también visitó el colegio para dar gracias por el milagro recibido, un testimonio vivo de la misericordia.
Desde 2019, el camino a Roma se inició a pesar de los retrasos por la pandemia. El caso fue evaluado por médicos y cardenales, un proceso riguroso que culminó en 2025 con la firma del decreto de aprobación por el Papa Francisco.
Hoy, ya en sus veinte, la joven tiene una vida plena. Estudia en la universidad y trabaja.

19 de octubre, la canonización
La alegría llegó a la Iglesia venezolana y a la congregación cuando, el 28 de marzo de 2025, el Papa Francisco firmó un decreto aprobando el milagro necesario para que Madre Carmen fuera declarada santa.
Esta noticia significó un gozo inmenso. Venezuela tiene dos santos: ella y el doctor José Gregorio Hernández.
Pero tras la muerte del Papa Francisco, ocurrida el pasado 21 de abril, la Iglesia entró en un compás de espera. La canonización de la Madre Carmen, junto con otros procesos, quedó en un stand by, a la expectativa de la elección de un nuevo Sumo Pontífice que permitiera retomar los importantes pasos.
Antes del fallecimiento de Su Santidad, la fecha para el consistorio —esa crucial reunión de obispos y cardenales con el Papa para tratar asuntos vitales de la Iglesia— estuvo tentativamente pautada para mayo. Pero la coyuntura obligó a un ajuste en el calendario.
La nueva fecha establecida para este encuentro en Roma fue el viernes 13 de junio. En esta significativa reunión se abordaron diversos temas, entre ellos, las fechas de beatificación y canonización de varios santos que están en proceso dentro de la Iglesia.
Y es así como la oficina de prensa del Vaticano informó que el 19 de octubre será la canonización del doctor José Gregorio Hernández y la hermana Carmen Rendiles.
Los beatos serán canonizados en una ceremonia en la basílica de San Pedro oficiada por el papa León XIV, decidió el pontífice en el primer consistorio que celebró para elegir algunas fechas de canonización.
En la misma ceremonia que oficiará el Papa también serán canonizados Ignacio Choukrallah Maloyan, arzobispo católico armenio de Mardin, Turquía; el laico de Papua Nueva Guinea Peter To Rot; las religiosas italianas Vincenza Maria Poloni, fundadora del Instituto de las Hermanas de la Misericordia de Verona, y María Troncatti, de la congregación de las Hijas de María Auxiliadora, y el también laico italiano Bartolo Longo.
Luego de la noticia, la congregación se prepara espiritualmente y de forma activa. Si bien la intención es viajar a Roma para presenciar este momento histórico, un plan de acción ya se está ejecutando en Venezuela.
La Arquidiócesis de Caracas lidera la campaña Santos para todos, un camino de preparación espiritual para toda la Iglesia venezolana.
Es una iniciativa que busca preparar a los católicos para recibir esta inmensa gracia, un don que Dios otorga al pueblo venezolano con la canonización de la Madre Carmen y José Gregorio Hernández.
Madre Carmen entre los más jóvenes
“No la conocí, pero es como si lo hubiese hecho”, resalta la Hermana Beatriz Gutiérrez, quien de sus 24 años, tiene 6 en la congregación.
Vive en el Colegio Belén, en el área de Clausura, a la que solo tienen acceso las religiosas. Es la sacristana, es decir, se encarga de la capilla, la misa y de recibir a quienes estén interesados en bautizos y casamientos.
Es la menor de las Siervas de Jesús, congregación que reúne a 84 hermanas divididas en 18 casas entre España, Ecuador y Colombia. 13 de ellas están en Venezuela.
“Madre Carmen existe a través de las voces de las hermanas que aún custodian el legado del Colegio Belén, y a través de la elocuencia de sus propios escritos. Su presencia se manifiesta en mi vida como una guía constante”, dice. “Soy su hija más pequeña”, bromea a diario.
En esta filiación espiritual le ha dejado una enseñanza invaluable: el poder de abrazar la valentía para enfrentar las vicisitudes de la vida. La Hermana Beatriz asegura que la existencia terrenal, inevitablemente, presenta desafíos, a menudo sembrados de tristeza.
“Nos enseña a elevar cada dificultad a la oración, convirtiéndola en un diálogo íntimo con lo Divino. Saber que ella es así, fuerte y sonriente en la presencia del Señor, se convierte en nuestra propia fuerza para seguir adelante”, subraya.
El proceso de beatificación, comenta, ha aumentado el interés de los jóvenes por conocer la obra de las Siervas de Jesús. “Precisamente, como parte del equipo de pastoral vocacional de nuestra congregación, también soy testigo directo de la inquietud que despierta en muchas jóvenes. Recientemente celebramos un encuentro vocacional, y fue hermoso ver cómo la vida de la Madre viene cautivando tan profundamente a cantidad de chicas que se encuentran discerniendo su camino”.
La vocación es un don divino, apunta. “Dios la concede y nos acompaña en ese caminar. Pero sentimos con certeza que la Madre Carmen también nos guía desde su lugar”.
El proceso de canonización también ha sido un motor que impulsa nuevas vocaciones. De alguna manera, asegura la continuidad de la congregación por muchos años más.
“Lo que nace de Dios, perdura. Y experimentamos con profunda alegría que Madre Carmen sigue atrayendo a jóvenes generosas, dispuestas a entregar su vida a Dios en las Siervas de Jesús, perpetuando así su valioso legado”.
Siempre presente
Patricia Fuentes, de la coordinación del colegio Belén, resalta que las enseñanzas de la Madre Carmen siguen siendo un faro de aprendizaje y crecimiento que nació del espíritu visionario y el amor incondicional de su fundadora.
Cada jornada en el colegio es un testimonio vivo de su legado, una oportunidad para ser custodios de los sueños y cultivadores de los valores que ella sembró con tanta dedicación y fe.
“Madre Carmen no concibió el Colegio Belén simplemente como una institución educativa; lo imaginó como un hogar donde cada niño y niña pudiera descubrir su potencial único y crecer integralmente”.
Su visión, resalta, trascendía la mera transmisión de conocimientos; aspiraba a formar corazones nobles, mentes críticas y ciudadanos comprometidos con la construcción de un mundo más justo y fraterno.
“En cada aula del Belén, en cada actividad, en cada interacción, resuena el eco de su profunda convicción en el poder transformador de la educación”, dice.
Niños y adolescentes no solo aprenden las herramientas para desenvolverse en la sociedad, sino que también descubren la belleza del servicio, la importancia de la empatía y la alegría de compartir.
Su figura trasciende el recuerdo. Es una presencia cotidiana y vibrante en cuadros, fotografías, pinturas y estatuas.
Los profesores insisten en nombrarla, bien sea como reflexión inicial o como broche final de una jornada de aprendizaje. Pasa lo mismo en las mañanas durante la formación.
Meses como mayo se visten de solemnidad para celebrar su aniversario, mientras que el amor y la devoción florecen a través del canto y la poesía que mantienen viva su memoria entre las nuevas generaciones.
Los estudiantes y el personal del colegio tienen plena libertad de visitar el museo dedicado a su vida y obra, así como la capilla donde reposan sus restos, un espacio de conexión íntima con su presencia.
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