Francisco González Cruz
Todo está limpio y en su lugar, la mesa tendida, las camas vestidas, los muebles en su sitio, la grama cortada y las matas recién regadas, muchas en flor. Todo como si en pocos momentos llegará la gente. Así está “El pueblo que tanto di” allá en La Loma del Medio, en las faldas de la Cordillera de Trujillo, al pie de la Teta de Niquitao. Y así están cientos de hoteles y posadas a lo largo y ancho del país, en espera que la normalidad regrese.
Hay casas cerradas, mantenidas por vecinos o parientes, y las hay ya abandonadas al paso del tiempo donde la esperanza también emigró. Allí están los fogones esperando fuego, los juguetes a quienes divertir, las camas a quien las destienda, los libros a quienes los abran y los lean. Hay casas muertas como las describió Miguel Enrique Otero, pero también las hay con todo ordenado como “para que tú, al volver, no encuentres nada extraño” al decir de la canción de Juan Gabriel.
Pero así también están pueblos enteros, antes bulliciosos ahora un tanto tristes, con sus plazas y lugares de encuentro medio vacíos, los bares con poca clientela y apenas los templos convocan a rezar por los que se fueron y por los que aún se quedan. Las sementeras en barbecho, las fincas sin los dueños y unos pocos trabajadores, la agricultura en crisis.
Las zonas industriales son un deprimente espectáculo de galpones cerrados, unos ya en ruinas y otros con buen mantenimiento, esperando la reactivación económica que todos los años se promete y todos los años se incumple, por la sencilla razón de que donde no existe confianza, no hay inversión.
Existen aquí y allá iniciativas que se salvan del desastre a punta de creatividad y esfuerzo: agricultores, comerciantes industriales y artesanos, profesores y maestros, choferes, amas de casa y paremos de contar que dan cara a los malos tiempos y con mucho trabajo sobreviven con dignidad. En todas partes se ven estos milagros de perseverancia.
Por otra parte, existen una especie de “islas” de actividad, donde el derroche impera, con lujos ofensivos, vehículos de alta gama, y gordos bebiendo y comiendo con un grosero exhibicionismo. Es la otra cara de la moneda, la de la desigualdad extrema de unos que por enchufados disfrutan de las mieles del poder y la corrupción, y la enorme mayoría que pasa necesidades.
La esperanza es lo último que se pierde, dice el refrán. Y por todos los pueblos y ciudades, caminos y carreteras se abre una esperanza al paso de una mujer valiente y sabia, que predica la transformación de un país dispuesto a ser mejor. Luchando y convocando para que culmine la espera y se den inicio a las nuevas realidades. Se llama María Corina.