El Cairo, 25 ene (EFE).- Un día como hoy hace diez años, miles de egipcios se echaron a las calles en contra del presidente Hosni Mubarak, dando comienzo a una revuelta en la que cerca de un millar murieron. Muchos más quedaron marcados para siempre, como Ahmed, Said y S.S., que ahora están obligados a protegerse detrás del anonimato.
Sentado en una cafetería de la capital, Ahmed dice que la revolución fue «la cosa más pura que ha pasado nunca en este país» y la recuerda «como si fuera ayer».
Este joven de casi 30 años confiesa que le pone «triste» hablar de ello e intenta evitarlo: «No quiero abrir las memorias de Facebook de hace diez años porque me recordaría lo enérgico que era antes y lo derrotado que estoy ahora».
CÁRCEL Y TORTURA
Ahmed se unió a las protestas en la céntrica plaza Tahrir de El Cairo el 25 de enero para pedir «una vida mejor para los egipcios». Al día siguiente se vio hacinado en un furgón policial junto a unos cuarenta manifestantes «hechos mierda», arrodillados y con las manos en la cabeza.
Permaneció dos días detenido en unas instalaciones militares en las afueras de la capital con otras cien personas, durmiendo en el suelo de una misma celda en la que apenas había luz y solo un cubo de agua que debían compartir para hacer sus necesidades.
Pasó «mucho miedo» y, aunque no les torturaron físicamente, «sí lo hicieron psicológicamente»: «Un soldado venía y gritaba los nombres de la gente que se podía ir a casa… pero nadie respondía. Era un juego mental para darnos falsas esperanzas», relata.
Ahmed fue liberado dos días después, le soltaron de madrugada «en mitad de la nada» pero, a pesar de todo, cambió el miedo por el coraje y volvió a unirse a las protestas.
Una década después, no se puede quitar de la cabeza las palabras de otros manifestantes de clase más baja, que le dijeron que se pondrían «en la primera fila para morir, porque los demás tenían otra misión: la de educar y hacer de este país un lugar mejor».
DISPUESTO A MORIR
Said se unió a las protestas el 29 de enero, tras el despliegue del Ejército en las calles y la retirada de la Policía, harto de las malas condiciones de vida en Egipto y especialmente en su barrio empobrecido de Matareya.
«La plaza Tahrir era todo lo que queríamos que Egipto fuera. Nadie te preguntaba nunca sobre tu religión, tu ideología… solo éramos uno más. Sentí que era posible convertir todo el país en Tahrir», recuerda.
Said escondía a sus padres que iba a protestar por las diferencias políticas que existían entre ellos. Pero se acabaron enterando cuando un día volvió a casa con su cara chaqueta completamente destrozada.
«Fui a Tahrir con una chupa de cuero porque disparaban perdigones y decían que el cuero protegía… así que pillé la única que tenía: una de Christian Dior», recuerda a carcajadas.
«Por aquel entonces todo daba completamente igual, la gente estaba haciendo barricadas con sus Mercedes.
Absolutamente nada tenía valor, era tu vida lo que estaba en juego», añade.
Said perdió a un compañero de clase en las manifestaciones y, aunque sabía que participar era peligroso, «más peligroso era no hacer absolutamente nada».
«Llegó un momento en el que ver a gente desplomarse muerta a tu lado era completamente normal. Un disparo en la cabeza y ya está. Al principio simplemente lidiaba con ello, pero cuando volvía a casa pensaba, ¿qué cojones acaba de pasar? Es muy traumatizante», dice.
El joven estaba «completamente dispuesto a morir», hasta que se dio cuenta de que con la dimisión de Mubarak el 11 de febrero, tras 18 días de protestas en las calles, todo seguía igual y «los egipcios que estaban en contra de la revolución eran muchos más».
«Era tan fácil perder la vida ahí… pero pensé que mi vida es más valiosa como para desperdiciarla por ellos (…) que disfrutaban de su vida de mierda siendo humillados cada día», dice enojado el treintañero.
Said prefiere no recordar lo que sucedió hace diez años y asegura estar «muy decepcionado» en Egipto: «Está bien existir aquí, pero es imposible vivir», por lo que su única aspiración es abandonar «cuanto antes» el país.
LA VOZ DE LA REVOLUCIÓN, SILENCIADA
S.S. tenía una exitosa carrera en la industria cinematográfica y estaba a punto de casarse. A pesar de tener la vida encarrilada, luchó por la revolución hasta perderlo absolutamente todo.
Ahora, entre risas y llantos, dice sentirse «preparada» para rememorar los acontecimientos de hace diez años después de acudir al psicólogo para superar el terror, la decepción y los traumas, incluida la separación de su pareja.
La joven preparaba comida para los manifestantes que acampaban en la plaza Tahrir, además de cantar y pintar murales revolucionarios. Pero cuando las manifestaciones se tornaron más violentas a principios de febrero, «todo cambió».
Empezó a ayudar en los hospitales de campaña, en los que cada día veía muertos y heridos, unas imágenes que asegura que nunca se desvanecerán de su memoria.
«Iba in crescendo… Al principio la gente perdía los ojos, como un amigo mío, luego la gente moría, pero el pico (de violencia) fue cuando empezaron los incidentes de acoso (sexual)», dice S.S.
Con el paso de los meses en 2011, le resultaba más duro ir a la plaza debido al acoso contra las mujeres, presuntamente a manos de personas relacionadas con el régimen con la intención de desvirtuar el movimiento revolucionario.
«En ese momento llegué a la conclusión de que la muerte es dura, lloramos y nos lamentamos… pero al final era un disparo y todo terminaba. El acoso es asqueroso, repugnante y doloroso, y dejé de querer ir a la plaza», cuenta.
S.S. no puede olvidar lo que vio: círculos de hombres rodeando a mujeres, haciendo trizas su ropa con navajas y abusando de ellas hasta que quedaban solas y desnudas, tendidas en medio de Tahrir.
Ahora llora desconsoladamente al recordarlo pero se niega a pensar que la revolución fue en vano, porque «la gente aprendió que puede salir» a pedir sus derechos.
«El cambio más importante es que antes teníamos miedo y no sabíamos por qué, pero ahora sí sabemos el motivo por el que estamos callados», concluye.
Carles Grau Sivera