LOS PRESOS DE LA GUERRA MADURISTA | Por: César Pérez Vivas

 

La semana pasada cerró con la liberación de un grupo de hermanos venezolanos y de diez ciudadanos norteamericanos, la mayoría de ellos privados injustamente de su libertad en condiciones infrahumanas. Durante meses —algunos, incluso años— fueron sometidos a torturas físicas y psicológicas, incomunicados de sus familias y despojados de sus derechos fundamentales. La liberación de cualquier inocente siempre es motivo de esperanza. Pero no podemos olvidar que, en una sociedad donde impere el derecho, esas personas nunca debieron estar tras las rejas.

Todos esos presos —sin excepción— son consecuencia directa de la guerra desatada por el régimen socialista del siglo XXI contra la nación venezolana. Una guerra ideológica, política, económica y cultural, que comenzó con Hugo Chávez y que ha sido continuada, con más cinismo y represión, por Nicolás Maduro.

Chávez no llegó al poder para gobernar desde la pluralidad. Su proyecto se basó en dividir y conquistar. Inyectado de las ideas marxistas por dictador cubano Fidel Castro, impuso un discurso agresivo, de odio y exclusión, que fracturó a la sociedad venezolana. Se enfrentó a los pobres contra los ricos, satanizó el mérito, la educación y la inteligencia —como demostró la guerra contra la meritocracia en la industria petrolera—, avivó diferencias raciales inexistentes y estimuló la división religiosa y política. El adversario fue convertido en enemigo y despojado de sus derechos.

Esa estrategia de polarización y sometimiento se consolidó con la estatización forzosa de la economía, la politización de PDVSA y el saqueo sistemático de las finanzas públicas. El resultado ha sido una catástrofe: la destrucción del aparato productivo, la ruina de millones de familias y la mayor ola migratoria en la historia contemporánea de América Latina.

Al morir Chávez, Maduro asumió la conducción del régimen y profundizó ese modelo destructivo. Bajo su mando, la represión se convirtió en política de Estado, y la migración se transformó en estampida. No solo emigraron técnicos, académicos y profesionales: también los trabajadores, campesinos y jóvenes sin estudios escaparon del hambre, la inseguridad y la desesperanza.

Esa migración, forzada por la miseria creada por el régimen, trajo consigo un fenómeno inevitable en cualquier éxodo masivo: el desplazamiento de algunos individuos vinculados al delito. A esto se sumó una maniobra aún más perversa: el uso de delincuentes comunes por parte del régimen para infiltrarlos en el exterior y dañar la imagen de nuestra diáspora. Esta realidad ha servido como excusa para justificar medidas drásticas contra los venezolanos en varios países, provocando estigmatización, deportaciones masivas y encarcelamientos injustos, como los ocurridos recientemente en El Salvador. Esos compatriotas también son víctimas del sistema: son presos de la guerra que Maduro ha declarado a nuestra nación.

Simultáneamente, el régimen ha desplegado una estrategia sistemática de persecución política y confiscación de derechos civiles. La represión no se limita a los opositores visibles: alcanza a periodistas, estudiantes, sindicalistas, trabajadores públicos y ciudadanos comunes que osen expresar descontento. Todos los organismos internacionales especializados han documentado con rigor la existencia de crímenes de lesa humanidad cometidos por Maduro y su cúpula.

Hoy, en Venezuela, tenemos una larga lista de asesinados, más de mil presos políticos, y casi seis mil ciudadanos sometidos a procesos judiciales arbitrarios, obligados a presentarse regularmente ante tribunales controlados por el régimen. Además, se ha vuelto recurrente la detención de extranjeros que visitan el país, acusados sin pruebas de conspiración o magnicidio, para luego ser utilizados como piezas de cambio en negociaciones políticas o personales. Maduro ha convertido a los presos políticos, tanto venezolanos como extranjeros, en rehenes de guerra, manipulados como fichas de trueque en su perverso juego de poder.

La reciente liberación de un grupo de esos prisioneros injustamente encarcelados es, sin duda, motivo de alivio. Pero no debe confundirnos: estos gestos no obedecen a razones humanitarias. Son parte de una estrategia fría y calculada del régimen para obtener concesiones o enviar mensajes de control y dominio. Por cada preso liberado, hay muchos más entrando a las mazmorras del sistema.

La llamada “puerta giratoria” se mantiene activa: por una parte salen diez, por la otra entran veinte. Así se aseguran de tener siempre a mano un grupo de rehenes para chantajear a la sociedad democrática y a la comunidad internacional.

Por eso, la lucha por la liberación de todos los presos políticos debe continuar, con la misma firmeza con la que defendemos el voto emitido el pasado 28 de julio. La voluntad del pueblo venezolano ha sido clara. Y si queremos cerrar para siempre esta trampa siniestra, es imprescindible consolidar una transición política auténtica, que permita desmontar el aparato represivo del régimen y restaurar plenamente las libertades.

La comunidad internacional tiene un rol esencial. No basta con celebrar liberaciones puntuales. Es momento de ejercer presión efectiva para exigir justicia, reparación y garantías de no repetición. Solo así podrá reabrirse el camino hacia la reconciliación nacional.

Hoy celebramos la libertad de algunos hermanos, pero no perdemos de vista el objetivo: la libertad de todos los presos políticos, y más aún, la libertad de toda una nación que sigue secuestrada por un poder ilegítimo y criminal.

Caracas, 21 de Julio del 2025

 

 

 

 


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