Frank Bracho – Domingo 26 de octubre de 2025
Los preceptos del Orden Natural Divino no solo nos anteceden, sino que habitan en los “chips” de nuestro propio corazón, como lo expresó San Agustín, principal santo del actual Papa León XIV. Este último los ha calificado como la base de todo diálogo interreligioso y de genuinas civilizaciones por la paz. Así lo afirma también el Catecismo de la Iglesia actual.
Baruc Espinoza, de origen judío sefardí e hijo del interreligioso reino de El Andaluz, prefirió definirse en los últimos tiempos de su diáspora holandesa como un “ser universal encuadrado en la estructura moral del cosmos natural del universo”. Por ello, grandes científicos como Einstein han declarado seguir al “Dios de Espinoza”.
Nada muy distinto han dicho las culturas indígenas ancestrales del mundo, bendecidas por vivir diariamente en armonía con dicho orden natural. Sus preceptos básicos, como la unidad en la diversidad y la interdependencia de la vida, son exaltados por el Catecismo eclesial, al estilo de San Francisco de Asís, considerado el más parecido a Cristo entre los santos. También se reconoce la “ley de la analogía”, que nos recuerda que todo está conectado.
No podemos olvidar que el recién canonizado Dr. José Gregorio Hernández fue franciscano terciario. Asimismo, nuestros pueblos indígenas ancestrales se identificaban como “los Caracas”, nombre que también se le dio a nuestra ciudad capital, en referencia al sagrado arbusto del amaranto. El sabio Cacique Seattle expresó: “La Tierra no nos pertenece, nosotros pertenecemos a ella”.
Los grandes preceptos del Orden Natural Divino, como la unidad en la diversidad y la interdependencia de la vida, no los definimos nosotros. Somos una especie privilegiada, sí, pero con apenas un millón de años, en un planeta que ronda los 5.000 millones y un universo de al menos 15.000 millones. Ignorar otras espiritualidades humanas, muchas más antiguas que el judeocristianismo, sería desperdiciar el legado del Gran Creador.
Y no solo eso: podrían existir otras formas de vida en el universo, civilizacionalmente más avanzadas que nosotros. A pesar de nuestras enseñanzas acumuladas, no hemos hecho las cosas tan bien en la Tierra. Por eso, el Orden Natural Divino, como libro abierto de Dios, debe normar nuestras vidas humanas hoy, y no al revés. Para nuestra paz y sustentabilidad, en todas sus facetas: sociales, ambientales, políticas, económicas, culturales, artísticas, ocupacionales y éticas. Incluso para evitar toda guerra o conflicto fratricida y absurdo.
Los pueblos indígenas ancestrales lo han sabido bien. Bajo ese sabio designio divino, “todo es uno y todo está vivo”, como decía San Francisco de Asís. No por accidente, muchas constituciones nacionales comienzan con preceptos como “la unidad en la diversidad” y “la interdependencia de toda vida”.
Tampoco fue casual que los 500 delegados que firmaron la Carta de la ONU en San Francisco en 1945, tras la Segunda Guerra Mundial, fueran llevados antes al santuario natural de Muir Woods, entre sequoias milenarias y salmones saltarines, para inspirarse en la sabiduría de la naturaleza.
Pero todo esto debe ser operacionalizado, hecho práctica en nuestra cotidianidad, para que se nutra de vida propia.
Mañana es hoy. Somos quienes hemos estado esperando.






