Lo que se sabrá | Por: José Gregorio Darwich Osorio

 

José Gregorio Darwich Osorio

A un costado de la Plaza Roja de Moscú con la puntual periodicidad de martes a sábado, se forma una larga cola de gente. Se extiende por cientos de metros. No ven la hora de contemplar a un embalsamado icónico que ha sido visto por millones de ojos. Es Vladimir Lenin.

Desde luego, son variopintos los motivos de la gente para mirarlo de frente. El turista llano sacia su curiosidad de observar a Lenin embalsamado, que con su tez amarillenta de rama seca parece un paciente anestesiado antes de comenzar una operación o, tal vez, un individuo que se echa una siesta de efecto soporífero.

Para otros, los porqués de su visita no tienen nada que ver con el mero fisgoneo, y es el caso del ciudadano ruso que dedica unos minutos de cortesía una figura histórica de su país y el comunista fiel que rinde homenaje al líder de la Revolución Rusa.

Las sustancias químicas, el control meticuloso de las condiciones del cuerpo y, por supuesto, las depuradas técnicas de preservación, logran que todos lo vean con ojos de asombro. También fijan la vista en la pompa del mausoleo, que crea el ambiente adecuado para que Lenin reciba honores de un Dios padre inmortal, es una inmortalidad con olor a formol.

Su puesto en el olimpo ruso no impide pensar que lo persigue el infortunio. Desde hace un siglo, que se cumplió este año -murió el 21 de enero de 1924-, los visitantes casi de manera impertinente no le permiten disfrutar de la paz que goza, por ejemplo, el muerto enterrado a dos metros de profundidad.

Gabriel García Márquez contó que quiso comprobar por sí mismo si era, en realidad, un Lenin elaborado en cera, como se murmuraba, y en el artículo «El destino de los embalsamados» dio su opinión sobre el estilo mortuorio soviético. “Es difícil encontrar una justificación doctrinaria para la costumbre creciente de los regímenes comunistas, que parecen confundir el culto de los héroes con el culto de sus momias”.

Esta introducción sobre la momia de Lenin sirve para hablar de la intención que hubo de conservar el cadáver de Hugo Chávez, como lo manifestó Nicolás Maduro en marzo de 2013. “Se ha decidido preparar el cuerpo del comandante presidente [y] embalsamarlo [de modo] que el pueblo pueda tenerlo allí en su museo de la revolución, así como está[n] (Vladimir) Lenin, Ho Chi Minh o Mao Zedong.”

Chávez no fue disecado por un bal´zamirovshchik, que es como se dice en ruso al que embalsama, ni tampoco por otro taxidermista, pero de cualquier modo, al finalizar el funeral de Estado, el carro fúnebre se dirigió al Museo Histórico Militar, que Maduro denominó Museo de la Revolución, y en el que Chávez iba a reposar ya muy bien preservado.

Valdría la pena preguntar ¿por qué su fosa se cavó en el denominado Museo de la Revolución y no en un cementerio convencional de Caracas, Barinas o Sabaneta, en donde con seguridad sus huesos hubieran estado acompañados, de modo conveniente y decoroso, por los de algún ciudadano, un amigo, un pariente o un camarada?

Hay una respuesta posible para esa interrogante y es la siguiente: ese edificio militar es lugar simbólico para el chavismo ortodoxo desde que Chávez acantonó la tropa que comandó en el golpe de Estado del 4 de febrero de hace treinta y dos años. Lo que simboliza encierra una paradoja: es alegórico un recinto donde hubo un levantamiento contra un gobierno democrático.

Y ¿cómo entender que, en cierto modo, Chávez

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